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Aisthesis

On-line version ISSN 0718-7181

Aisthesis  no.49 Santiago July 2011

http://dx.doi.org/10.4067/S0718-71812011000100008 

AISTHESIS No 49 (2011): 131-144 •
ISSN 0568-3939
© Instituto de Estética - Pontificia Universidad Católica de Chile

ARTÍCULOS

 

El rostro cinematográfico*

The cinematographic countenance

 

José Santa Cruz

Universidad ARCIS josekmorfeo@yahoo.es


Resumen • El presente artículo pone el acento en la construcción significante del rostro cinematográfico, concentrándose en la organización del gesto y supeditando así el problema de la afección. Por medio del trabajo de su construcción visual separada del contexto narrativo, proponemos una línea de lectura que destaca las formas de ediicación como problema privilegiado en lo cinematográico y repiensa ciertas categorías que han organizado la producción fílmica.

Palabras clave: apariencia, simulacro, rostro cinematográfico, construcción significante.


Abstract • This article makes an emphasis on the signifying construction of a cinematographic countenance, focusing on how gestures organize, subjected to an affection problem. Working visual constructions separated from narrative contexts, we propose a reading that brings out the way in which a privileged problem is constructed in the cinematographic ield. The reading will also serve to rethink some categories that have organized cinematographic productions.

Keywords: Appearance, Simulation, Cinematographic countenance, Signifier construction.


I

El presente artículo es resultado de la investigación académica para la obtención del grado académico en el programa de magíster del Departamento de Historia y Teoría del Arte de la Facultad de Arte de la Universidad de Chile (2006-2008), la que tenía por objeto problematizar la construcción signiicante del rostro como acceso privilegiado a lo cinematográfico, desbordando el ámbito de la afección, empeño ya desarrollado por Gilles Deleuze (La imagen-movimiento, 131-150), o de las implicancias para el actor en el sistema de «test ópticos» que le propone la cámara, como ya sugería Walter Benjamin en «La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica» (11-15). Para ello trabajamos con los conceptos de entidad, condición objetual y rostro ascético, que desprenden al rostro de sus límites funcionales del contexto narrativo dentro de la temporalidad del ilme, ponderándose su condición de construcción signiicante. En el presente escrito nos concentraremos en la descripción de tres categorías y los problemas particulares que se desprenden de ellas, que nos propusieron una lectura del devenir del cine, al repensar las tensiones, diálogos y deudas entre ilmes y propuestas cinematográicas de contextos de producción, sociales y temporales diferentes, a veces, antagónicos.

Consideramos que la construcción del rostro en lo cinematográico nos posibilita encontrar huellas más claras de esos procesos internos, que la historia del cine ha codi-icado para privilegiar a éste como dispositivo ejemplar de la cultura de masas, en una búsqueda ontológica de un lenguaje particular o descripciones evolutivas de su desarrollo tecnológico. Pero nuestro empeño no es en el ámbito de la historia, aunque coquetea con ella, sino de la teoría cinematográica, por lo cual la línea de lectura que proponemos se compromete con las posibilidades de expandir el campo referencial, tanto visual como teórico. Para ello consideramos necesario cuestionarnos brevemente el estatuto actual de la imagen fílmica, problemática que se desprendió al tratar de analizar el problema del rostro en ilmes contemporáneos, que no respondían a la pregunta por el movimiento o el tiempo. ¿Es aún sostenible pensar que lo que gobierna a la imagen cinematográfica es la densidad del tiempo? La emergencia de la imagen técnica digital no es la puesta en suspenso del referente espacial y temporal, para privilegiar otras dimensiones de la imagen y con ello configurar un nuevo campo de acción y reflexión, dando prioridad a problemas particulares ausentes en la reflexión sobre el automatismo y la densidad temporal. ¿Qué sería aquello que se evidencia en la emergencia de la imagen técnica digital, pero que siempre habitó en lo cinematográico? ¿Y cómo ello se conigura en el problema de la construcción del rostro?

Para intentar responder las preguntas planteadas queremos ensayar el concepto de apariencia (el aparecer y lo aparente) como condición de lo cinematográico, que tendió a su transparencia para privilegiar lo que Deleuze planteó acertadamente como imagen-movimiento e imagen-tiempo, trabajando la apariencia como una nueva forma de entrada y concepto agrupador de lo cinematográico. Para ello referiremos al concepto de apariencia que trabaja Georg W. F. Hegel en la Fenomenología del espíritu, el cual lo dispone como la necesaria mediación que crea el espíritu (que también podríamos entender por la sustancia o la cosa) para dejarse ver, para acontecer en el espacio de la realidad. La apariencia es una imagen del espíritu que se separa de ella y que en deinitiva se independiza para habitar en la realidad y, por ende, se transforma en la primera mediación de la experiencia. Ésta es una construcción discursiva que el espíritu hace de sí mismo como estrategia de presencia, una estrategia que no puede sino ser una forma de negación de la experiencia, ya que no podemos experimentar el espíritu sino su construcción discursiva, es decir, su imagen. Lo anterior nos permite sugerir que la apariencia es lo otro de la experiencia, pero en tanto otro es el lugar para poder acceder a dicha negación de la experiencia como el único rastro de ella.

Hegel entiende la apariencia como el único lugar lógico para pensar un nosotros o una colectividad, ya que justamente la apariencia de lo humano es la construcción del yo para el otro; podemos entenderla entonces como el espacio de reconocimiento, relación y conexión con la experiencia del otro, pero en su negación, es decir, como construcción. La apariencia entonces resultaría de la negociación entre dos sujetos y no del sujeto en sí mismo, sino de su imagen en relación a otra. En ese sentido, el rostro humano sólo puede aparecer en el otro como imagen, una mediación que es necesariamente inmediatizada para acceder a la idea de experimentar al otro y, por ende, pensar un nosotros. Ese movimiento de naturalización traerá consigo un estado de lenguaje precario, en el sentido en que habita muy cerca del yo y muy lejos del otro. El cine posibilitaría justamente acceder al estado precario de la imagen del yo cuando trabaja el cuerpo humano, ya que lo despoja de su experiencia para hacerlo aparecer como pura imagen. Dicho aparecer del cuerpo humano en lo cinematográico es el resultado de la construcción audiovisual y no ya del sujeto en la realidad, por tanto, construye una imagen carente de dicha extensión del yo, para sostenerlo como una imagen que reiere a sí misma para dotarse de existencia en el tiempo fílmico, con lo cual niega la posibilidad de experimentar el espíritu para transformarla en una imagen fantasma.

En otro registro, Friedrich Nietzsche en El origen de la tragedia, entiende la apariencia como el lugar donde el humano se ejercita para la vida, interpreta, divaga y contempla. Donde el arte es el lugar para el acceso de dicha potencia de las imágenes, como primera capa de una segunda realidad, la cual debería estar en manos de los ilósofos. La apariencia se transforma en un lugar de fascinación, de ensoñación, donde lo humano experimenta conjuntamente la belleza y la fealdad. En ella la subjetividad encuentra otro en el cual se identiica, ya que rescata su condición individual. Esta diferencia será la distancia necesaria para entender lo apolíneo y dionisíaco dentro del texto, donde el primero es el lugar de la apariencia y el segundo el de la experiencia, lo que difumina-rá los límites del yo con el otro, que Nietzsche entiende reunidos en la tragedia griega. Ese reconocimiento del yo estará determinado entonces por una concepción del mundo como voluntad y representación, pero si extraemos la condición metafísica de voluntad, el mundo queda sólo como representación, en la cual acontece la apariencia como imagen del yo y como imagen del mundo.

¿Qué implica tal planteamiento en el cine? Que consideraremos las formas del aparecer como una construcción discursiva, por tanto, asumiremos que existen estrategias, puntos de tensión y confrontación en la imagen cinematográica que referirán a una construcción signiicante, más allá de su narración interna y en relación a todas las otras imágenes que componen el ilme. Ello nos situará frente a una serie de problemas: ¿cómo se visibiliza dicha construcción si consideramos que es la plataforma para el despliegue del movimiento y el tiempo?, ¿qué será todo lo otro que aparece en la imagen cinematográi-ca, si su espíritu es negado como experiencia? Y en relación al problema del rostro, ¿qué es lo que aparece cuando aparece el rostro humano en lo cinematográico?, ¿cómo dichas formas de construcción se articulan en discursos o líneas de fuerza que se despliegan en el devenir del cine? Ante todas esas preguntas y para ir despejando el problema, deberíamos empezar por incorporar las condiciones de simulacro que la operación cinematográica hace para construir la apariencia.

Cuando hablamos de las condiciones de simulacro de lo cinematográico, nos referimos a la operación misma que el accionar fílmico hace en su despliegue de signiicación: el cine simula tanto el movimiento como el tiempo de Deleuze. La simulación y la apariencia son los dos elementos que posibilitan lo cinematográico y de esa forma a ambos los entendemos como construcciones; si la apariencia niega la experiencia, la simulación la transforma en simulacro. Esa relación nos permite establecer un espacio agrupador que apunta a la constitución de la presencia del cuerpo y en especíico del rostro, en la materia de la apariencia y la simulación, lo que en el presente texto entenderemos como una de las dimensiones de la condición objetual del rostro. Justamente porque no es portador del yo como experiencia y es una construcción posterior a la cosa, la sustancia o el espíritu, es decir, es el objeto de la mirada, es el lugar de ediicación de la apariencia a través del simulacro de la existencia.

Consideramos que la emergencia de la condición aparencial y de simulacro del cine se hace evidente desde la operación de la imagen técnica digital1, que pone en suspenso la relación con el referente (la última esperanza de la experiencia) para dejar expuesta la pura presencia como construcción, como discurso, en el contexto de lo que algunos autores han entendido como el triunfo de la estética en la realidad (Michaud). Ello no implica que la imagen digital sea la que introduzca la apariencia y la simulación en lo cinematográico ni en la realidad, borrando la conexión con la experiencia, sino que, al igual que en el divorcio mimético entre lo óptico y sonoro en la imagen fílmica, la imagen técnica digital permitió la irrupción de la densidad del tiempo, hizo emerger la condición aparencial que siempre estuvo en las fauces de lo cinematográico, como fondo transparente del movimiento y el tiempo. El ilme de Robert Rodríguez Sin City (2005), por ejemplo, suspende el tiempo y el espacio para privilegiar a un fantasma autónomo binario, una apariencia que deviene de la supericie verde donde habitan los actores. O en el spot publicitario de la marca deportiva Adidas, donde Mohamed Ali y su hija Layla Ali boxean con edades similares. Esa imagen no puede ser entendida en una dimensión de trucaje, sino por lo contrario, como producción de realidad y ya no reproducción. Desde tal perspectiva es que en este emerger de la apariencia se conigura un nuevo estatuto de la imagen cinematográica, una imagen-simulacro que nos permite reconsiderar el devenir del cine y reconigurar a lo humano dentro de sus límites, en la ediicación del rostro.

Si planteamos que existe algo así como la imagen-simulacro en el desarrollo cinema-tográico, posterior a la imagen-movimiento y la imagen-tiempo, será necesario hacer un recorrido para contextualizar dicha emergencia. Entendemos el simulacro muy lejos del trompe V oiel y de las posibilidades que a través de ese juego óptico se generan en la signiicación: más bien debemos atender el padecer del efecto Pigmalión. En su texto Simulacros. El efecto Pigmalión: de Ovidio a Hitchcock, Victor Stoichita nos invita a pensar el cine y lo audiovisual en general padeciendo el mito de Pigmalión. «La imagen-movimiento [...] vive el antiguo desafío lanzado por Ovidio (la animación del simulacro) de manera muy aguda, de tal forma podríamos hablar del complejo de Pigmalión al referirnos al séptimo arte» (161). Pensar en la operación cinematográica padeciendo para su funcionamiento la condición de Pigmalión nos distancia de la idea del espejo foto-químico que nos proponen autores como Zunzunegui y lo pone en sintonía directa con el desarrollo de la Modernidad como creadora de máquinas de simulacros. «Desde la perspectiva de la historia de las ideas estéticas, el simulacro proclama el triunfo de los artefactos-fantasmas y marca la crisis de la concepción de la obra como imitación de un modelo» (Stoichita, Simulacros, 13) o la realidad.

En el mito griego al cual nos referimos, a diferencia del mito de Narciso, fundacional para el arte occidental, Pigmalión se encuentra profundamente decepcionado de las mujeres, por lo cual decide construir una estatua de maril con la imagen de una mujer perfecta y que despertó en él una profunda pasión. Después decide rogarle a los dioses para que le den vida y ellos, a cambio de algunos sacrificios, se lo conceden. Una de las particularidades arrogadas al simulacro «es ser un ente intermedio, un objeto ambiguo entre cuerpo y alma» (Stoichita, Simulacros, 12). Es decir, un objeto que existe, dotando al objeto de dos elementos fundamentales: el movimiento y el tiempo, no así de alma (sustancia o espíritu).

El concepto de simulacro que trabaja Stoichita nos propone entonces una preponderancia de la simulación como construcción signiicante que cambia la relación entre obra y representación de un referente, donde se dota de la condición de existencia a un objeto inanimado, a través del movimiento y un tiempo particular; dicha existencia, al presentarse como otro, encuentra sus operaciones de signiicación, como un fantasma de lo otro. Entonces, simulación, existencia y fantasma serán conceptos clave para entender el arte en su interacción paralela con la realidad.

Ya Platón, en un pasaje muy comentado del Sofista, llamaba la atención sobre una fisura esencial, al referirse a dos maneras de fabricar imágenes (eiolopoiké). El arte de la copia (eikastiké) y el arte del simulacro (phantastiké). A partir de Platón, la imagen-eikon (la imagen-copia) se ve sometida a las leyes de la mímesis y atraviesa triunfalmente la historia de la representación occidental, mientras que el estatuto de la imagen-simulacro (phantasma) se caracteriza por ser fundamentalmente borroso y por estar cargados de oscuros poderes (Stoichita, Simulacros, 11).

La operación del simulacro cinematográico, a diferencia del mito griego, se basa en lo que muchos experimentos del siglo XIX establecieron como posimágenes (Crary), es decir, aquellas que se producen en la retina que no remiten a un referente estable e independiente del sujeto, por ejemplo, en el movimiento de una o más imágenes que logran componer una diferente de ellas. Es el caso del famoso taumatropo (thaumatrope), cuya imagen más conocida es el pájaro enjaulado, donde por un lado había un dibujo de un pájaro y por otro el de una jaula, los cuales, al accionar el dispositivo a gran velocidad, se unían haciendo que el pájaro pareciera enjaulado. Crary plantea que:

[...] la preeminencia de la postimagen permitía concebir una percepción sensorial aislada de vínculos necesarios con referentes externos. La postimagen —es decir, la presencia de una sensación en ausencia del estímulo— y sus modulaciones posteriores suponían una demostración práctica y teórica de la visión autónoma, de una experiencia óptica que era producida por y en el interior del sujeto. En segundo lugar, aunque igualmente importante, se halla la introducción de la temporalidad como un componente insoslayable de la observación (134).

Aquí radicarán los dos aspectos fundamentales en el caso del cine. El primero es que el tiempo de sucesión de los fotogramas permitirá llegar a una continuidad de los sucesos internos de tales fotogramas y de esa forma encontraremos la (posibilidad de) unidad del movimiento de los cuerpos, la luz, los objetos, etc. El segundo será que la imagen del cine aparece en su sucesión, en un proyector y en una visión autónoma, sin un vínculo necesario con un referente. El cine no dota a un objeto de movimiento y tiempo, tampoco a las imágenes que están contenidas en el rollo cinematográico o en los datos de la banda digital, sino a una imagen abstraída de ambos, a una sombra, a un fantasma. En ese sentido, la imagen-simulacro privilegiará y hará evidente la construcción signiicante, apariencial y simulacional, para su despliegue de signiicabilidad.

II

La imagen de lo humano en lo cinematográico pierde toda relación con el espíritu de la apariencia que lo posibilitó, el actor o la actriz encarnando lo humano entrega sólo su espectro visible, una imagen que acontece como signo de lectura. Lo cinematográico, al sostenerse sobre lo aparente y ediicarlo en una construcción temporal, no sólo carece de la posibilidad de experimentar el espíritu, sino que además borra sus huellas, para transformarlas en una imagen fantasma, como ejempliicábamos con la escultura hecha por Pigmalión, que carece de modelo referencial. Entonces, ¿por qué centrarse en el rostro sobre cualquier otra parte del cuerpo? Consideramos que éste fue codificado con la capacidad de contener la afección, la interioridad y la subjetividad, y por ende, si uno accede al rostro, también está accediendo a cómo se construyen los signos de lo humano en el discurso audiovisual del ilme y también de su contexto social y simbólico. Deleuze nos dará la mejor categorización en dicha pretensión de interioridad, pues para él, el trabajo afectivo del actor se cristaliza en el rostro: «El rostro es esa placa nerviosa portaórganos que ha sacriicado lo esencial de su movimiento global y que recoge o expresa al aire libre toda clase de pequeños movimientos locales que el resto del cuerpo mantiene por lo general enterrados» (La imagen-movimiento, 132). Ello hará que en la imagen-movimiento el rostro pierda su rol activo en la acción, pero gane afección en la imagen, por lo cual, el resto del cuerpo será más relevante en secuencias o escenas de despliegue físico o motor.

Deleuze inicia su trabajo sobre la imagen-afección en relación al primer plano, ya que en él gobernaría el rostro, realzando todos aquellos micromovimientos que en la imagen-acción se pierden. Nos dispone frente a la condición altamente particular que tiene el primer plano dentro de lo cinematográico, rescatando así la conceptualización que hace Béla Balazs sobre el tema, a nivel de análisis por separado del contexto. El concepto de entidad trabajado por Balazs refiere al primer plano de un rostro, donde éste no sería arrancado de un todo, sino que se transforma en un todo distinto arrancado de la narración, por ende no estamos frente a un simple cambio de dimensión física o de amplitud, sino a un cambio absoluto, donde lo abstrae de toda relación físico temporal con su contexto fílmico. «La expresión de un rostro aislado es un todo inteligible por sí mismo, no tenemos nada que añadirle con el pensamiento, ni por lo que respecta al espacio y al tiempo [...] Frente a un rostro aislado, no percibimos el espacio. Nuestra sensación del espacio está abolida. Ante nosotros se abre una dimensión de otro orden» (cit. en Deleu-ze, La imagen-movimiento, 57).

Stoichita plantea que el rostro cinematográico, en comparación al retrato pictórico, es un gesto ascético, donde existe una focalización carente de un sistema de referencias mayor: éste sólo puede habitar en la imagen, lo que constituiría el logro del cine en comparación a las otras artes, el gobierno del primer plano (Stoichita, «Las lágrimas y el rostro»). No importa que su procedencia haya sido una gran muchedumbre o un gran salón, cuando la fragmentación cinematográica se genera, el rostro acontece como entidad en sí misma. Por su parte, cuando Deleuze se detiene en el rostro en lo cinematográico lo relaciona directamente con la pintura, para lo cual recurre a dos grandes concepciones que atraviesan esa rama de las artes y que se concentran en el concepto de admiración y deseo, para comprender la imagen-afección: «Lo que Descartes y Le Brum llaman admiración, y que marca un mínimo de movimiento para un máximo de unidad reflejante y reflejada sobre el rostro; y lo que nosotros llamamos deseo, inseparable de pequeñas solicitaciones o impulsiones que componen una serie intensiva expresada por el rostro» (La imagen-movimiento, 133).

De esa forma, la pintura se movería en dos polos que serían parte de la imagen-afección, la abstracción lírica y la expresionista, y que responderían a las siguientes preguntas: ¿en qué piensas? (por ende tendría un contorno rostrificante y una unidad reflejante) y ¿en qué estado te encuentras? (es decir, habría rasgo de rostreidad y serie intensiva).

El pintor capta a veces el rostro con un contorno en una línea envolvente que traza la nariz, la boca, el borde de los párpados y hasta la barba y el casquete: en una superficie de rostrificación. Otras, en cambio, el pintor trabaja con trazos dispersos tomados de la masa, líneas fragmentarias y quebradas que indican aquí el estremecimiento de los labios, allí el brillo de una mirada, y que generan una materia más o menos rebelde al contorno: son rasgos de rostreidad (La imagen-movimiento, 132).

Para Deleuze, lo mismo ocurriría en el cine. Por ejemplo, los primeros planos de David Wark Griffith estarían relacionados con el contorno y la abstracción lírica, a diferencia de los primeros planos de Eisenstein, donde la expresividad de una mirada rompe los contornos del rostro para inundar el plano. No hay que asociar esos dos aspectos con emociones especíicas, sino con cómo son trabajadas dichas emociones cinematográica-mente, cuando nos enfrentamos con un rostro dominado por la abstracción lírica: «[.] estamos ante un rostro relexivo o relejante cuando los rasgos permanecen agrupados baja la dominación de un pensamiento ijo o terrible, pero inmutable y sin devenir, en cierto modo eterno (por otro lado en un rostro expresionista); la serie intensiva revela aquí su función, que es pasar de una cualidad a otra, operar un salto cualitativo» (La imagen-movimiento, 134).

Deleuze logra particularizar el problema de la construcción róstrica, que posibilita al espectador relacionarse con el rostro como individuo a través de una interioridad que habitaría en la construcción signiicante. No obstante, consideramos que no es lo mismo, ocupando su propio esquema, el expresionismo de los primeros planos de Eisenstein y los de Peter Greenaway: existe una diferencia de construcción y, por ende, discursiva. Esa diferencia no se puede resolver desde Deleuze, ya que se está preguntando por lo que piensa el rostro y por lo que siente, un rostro depositario de algo, un pensamiento o un sentimiento. En esa misma dirección lo analiza Jacques Aumont, al establecer que la pretensión de la construcción róstrica siempre está conectada a una representación analógica con el rostro humano, ya que si no se ciernen en lo visible de él, se ciernen en lo invisible. Es decir, si no relejan miméticamente el rostro, su imagen, relejan el ser, su interioridad, «lo que el rostro deja ver y esconde al mismo tiempo, es lo que hay debajo de él, lo invisible que hace visible» (85).

Aumont plantea que el rostro esconde algo por expresar y por ser descubierto, una condición que se le escaparía a la apariencia. En ese supuesto construye el camino del rostro en lo cinematográfico, como un recorrido por la búsqueda de la verdad de lo humano en la representación de éste y una relación directa con la subjetividad. Y en el avance argumentativo pondrá el acento en que cuando los discursos de la subjetividad y la representación son puestos en duda, cuando la subjetividad occidental moderna se descentra y desarticula como pilar del horizonte de sentido del sujeto moderno, la representación del rostro extravía aquello que escondía y que sólo él podía hacer visible, crisis que explicaría la mutilación, la violencia y el descrédito que el rostro humano tendría actualmente, ya que no se podría acceder a algo así como una verdad de lo humano, es decir, a la subjetividad. Para el autor, la pérdida de expresión de la interioridad de lo humano hace que el rostro pierda su condición de rostreidad o expresividad, para dejar sólo sus restos muertos: «Aunque el rostro se encierre peligrosamente y con arrogancia en la subjetividad, aunque, por el contrario, siga siendo indiferente, por insuiciencia, a esa subjetividad, siempre pierde su valor más elemental, la expresividad» (194). Y eso lo encontraría en toda la desarticulación de la unidad del rostro a lo largo del siglo XX, por ejemplo, en el desarrollo de la pintura, pero también en la transformación de éste en lo cinematográico en una máscara que no tendría la posibilidad de mirar, que para Aumont se transforma en un rostro no rostro.

Pero el rostro se transforma en un no rostro o más bien emerge su simulacro para develar esa dimensión objetual donde siempre se edificó. Yuri M. Lotman, en sus estudios sobre semiología cinematográica, nos hace notar que en el cine existiría una relación unitaria semántica entre objeto y actor, dada la verosimilitud del movimiento de los objetos, lo que equipararía la fuerza signiicativa propia de lo humano. Lo ejempliica con la famosa llegada del tren a la estación de Ciotat: «La significación puede distribuirse por igual entre todos los objetos, o incluso recaer en los objetos y no en las personas. Por ejemplo, en la famosa cinta La llegada de un tren a la estación de La Cliotat (1985) de Louis Lumière, el <protagonista principal> es, valga la expresión, el tren. La gente va de aquí para allá, haciendo de telón de fondo del gran acontecimiento» (118).

El objeto, a través de su movimiento, no sólo se puede transformar en el protagonista signiicante y signiicador, sino que contendría capacidades que antes estaban relacionadas solamente con lo humano. Es lo que Deleuze entiende como rostredad del objeto, y lo explica a partir de la idea de que el objeto cinematográico posee cualidades potencias, estableciendo una relación afectiva entre el espectador y el objeto, al traspasar la mera utilidad a un complejo sistema de tensiones significantes que van variando. Tal paridad de construcción nos propone un sistema de signiicación que niega la diferencia.

Pero entonces, ¿qué padecemos al estar frente a un rostro cinematográico actualmente? Por un lado, la apariencia, como la hemos entendido hasta ahora, otorga en su propia operación de funcionamiento la presencia de una existencia fantasmagórica, es decir, la condición de lo otro. Al mismo tiempo, en su signiicación esconde una especie de sinthom visual, apoyándonos en la diferencia que plantea Jacques Lacan y que Slavoj Zizek hace operativa en relación a ciertas situaciones reiteradas en Hitchcock (93), entre symptom, que sería la cifra de un significado reprimido, y sinthom, el cual carece de signiicado determinable, pero contiene a través de su repetición un jouissance de goce excesivo (para efectos de Zizek contienen un jouis-sense, una combinación entre goce y sentido)2. Para nosotros, el rostro como sinthom visual generará un vacío en la existencia fantasmagórica que crea la imagen-simulacro, donde existiría esa pulsión o pensamiento pero en condición de posibilidad o expectativa de.

Para Umberto Eco, el goce y el sentido estaría en el concepto de apertura, donde la obra se presenta como una constelación de posibilidades interpretativas, impulsadas por estímulos que contienen una sustancial indeterminación, que posibilita una serie de lecturas diversas y cambiantes en el tiempo, pero que se relacionan recíprocamente entre ellas dentro de la obra. En esa medida entendemos el rostro, en la amplia longitud de un ilme, como uno de dichos elementos, pero que cuando se privilegia en dicha totalidad también contendrá esa condición de apertura en su propia construcción. Pero Eco advierte que eso no reiere a una absoluta carencia de determinación, sino que existirá una estructura mínima que dará los límites de dicha variedad o indeterminación, lo que denominará como orden mínimo, que garantizará que nunca deje de ser esa construcción particular. En tal medida, serán estos rastros mínimos estructurales los que nos permitirán el trabajo de sistematización del rostro, para posteriormente desplegarse en la totalidad relexiva del ilme.

Tanto el rostro, en cuanto sinthom visual, como la apertura privilegian las posibilidades del sentido, dejándolo subordinado a la condición objetual del rostro, como signo dentro del despliegue de lo cinematográico. Deleuze también privilegiará las posibilidades del pensamiento. No obstante, encontraremos en esa subordinación una plataforma para reconsiderar dicha jerarquía, dando primacía a las formas de construcción del rostro y cómo éstas se desdoblan sobre el ilme para generar goce y sentido. Es desde esa perspectiva que el problema de la apariencia nos da acceso a las formas de construcción del rostro que devienen de la acción física gestual del mismo como signo, pero también en la construcción visual que lo posibilita temporalmente, es decir el ilme, conformando desde ahí un sistema de signiicabilidad que porta un orden mínimo y posibilita el goce y el sentido. Para pensar las categorías que respondan a la construcción como pilar relexi-vo ocuparemos tres conceptos, en torno a la organización de los micromovimientos del rostro, tal como lo entendía Deleuze y que entenderemos como gesto, lo que nos permitirá ver en el quehacer cinematográico una serie de líneas de fuerza o problemas comunes que se han desarrollado en el devenir de su producción. Tales conceptos y categorías serán: mímesis del gesto, exacerbación del gesto y ausencia del gesto.

III

El concepto de mímesis es complejo, por lo que sería erróneo pensarlo como uno que se haya mantenido estático desde Platón hasta ahora. Muy bien trabaja dicho tránsito, quiebres e irregularidades Valeriano Bozal, en su texto Mimesis: las imágenes y las cosas. Es lógico pensar que para la argumentación seguida por nuestro texto se deberían tener precauciones frente al concepto de mímesis, ya que implica pensar la imagen en relación directa con su modelo, en busca de lo que Norman Bryson entiende por «copia esencial» de dicho modelo, que es la idea (31-52). Desde esa perspectiva y en relación a la argumentación llevada hasta ahora, el concepto de mímesis al que más podríamos acercarnos es el que describe Bozal en relación a la noción de coloso.

El kolossós, era un doble que permitía poner en relación este mundo con el otro, el de los muertos. [...] Este volumen de piedra nada se parece a la figura del muerto en cuyo lugar está, al verlo no vemos ni la fisionomía ni los detalles del muerto, no es un «retrato», tampoco un «recuerdo», nada tiene que decir aquí el parecido. El kolossós es, como bien ha señalado Vernant, un doble del muerto, no una imagen (67-8).

El concepto de doble entra en relación con el acontecer de apariencia, en la independencia con el muerto que lo posibilita y que trabajábamos inicialmente, ya que ese doble sería una segunda existencia del muerto como monolito, condición en que se separa de su cuerpo (modelo) para acontecer en la piedra (apariencia) como existencia. Ahora bien, dicha operación conceptual no nos permite acceder a la construcción del rostro, para lo cual vamos a entrar a la deinición visual que hace Bryson de la mímesis desde una óptica formalista, desprendiéndonos del espesor ideológico que con ella trae, es decir, de su búsqueda de la copia perfecta. Él plantea que una de las estrategias de la construcción visual mimética estaría sujeta a incluir: «[...] información no directamente pertinente a su tarea de producir signiicado; esa información entonces será captada como situada <a cierta distancia> del lugar de producción del signiicado, y ese distanciamiento respecto al lugar evidente del significado se interpreta como un acercamiento a la realidad» (71).

Desde aquí entenderemos la construcción róstrica como la generación de un gesto que contiene pluralidad de micromovimientos, a veces contradictorios, que le darían mayor verosimilitud al rostro, al sentimiento o pensamiento potencialmente portado dentro de él y que no necesariamente son pertinentes para construir signiicado. Con ello no pretendemos aseverar que tal acercamiento tenga una conexión y logre sacarle una tajada a la realidad, sino más bien que es una pretensión de la apariencia a través de la simulación de lo cinematográico, para hacer funcionar su operatividad audiovisual, para lograr rendimientos especíicos en la recepción del espectador. La mímesis del gesto responderá, entonces, a un rostro altamente plurigestual, que entrará en relación con el resto de la construcción cinematográica, que apuntará principalmente a eso, a generar una pluralidad visual que no evidencie una opción estética particular. En esa opción estaría su particularidad estética, para crear un espacio de veracidad con el espectador y que éste ingrese, con ello, a la narración audiovisual.

En Nóz W. Wodzie [El cuchillo en el agua] (1962), de Roman Polanski, la construcción plurigestual de los rostros está en directa relación con la estrategia de construcción global del ilme, ya que necesita intensiicar dos aspectos que no necesariamente van unidos, pero que en él funcionan encadenados: por un lado la interioridad psicológica de los personajes y por otro la veracidad del conlicto que padecen. El ilme recorre la anécdota de una pareja de adultos que toma en su auto a un joven en plena carretera y por un impulso lo invitan a que pase el día con ellos en su barco, donde se generará el conlicto entre un macho adulto, uno joven y una hembra. La estrategia argumental posibilita enfrentar a los personajes sin escapatoria física aparente y desde ahí profundizar en sus aspectos psicológicos, que le darán espesor a una narración esquemática. Dentro de esto, el personaje de Christine será quien construya su rostro para generar por un lado misterio y por otro verosimilitud; su rostro deberá ser portador de una indiferencia con respecto a la situación acontecida, que posibilite esconder la tensión sexual que nos dispone Polanski, donde la mirada, la sonrisa y el hablar se componen de un sinnúmero de gestos contradictorios, provocando una ambigüedad que da pie a la construcción de su desdén interno.

La exacerbación del gesto funcionará en otra dirección. En ella se apuntará a la concentración de los micromovimientos del rostro para generar un gesto dominante que retorna a sí como parte de una serie de elementos compositivos. Los micromovimientos faciales concentran la información para construir un gesto carente de la ambigüedad expresiva del rostro y para rescatarlo en la imagen en relación al contexto, al cuerpo o al diálogo. Dicha concentración conlleva una potencia de la emoción, pensamiento o deseo que contendría al rostro y, en ello, su propia desmesura con respecto a su contexto. En esa exacerbación del gesto, su lucha es en relación al tiempo para pasar de un gesto a otro sin provocar movimientos que hagan ambigua dicha gestualidad. Entenderemos, para diferenciarlo y como forma categorial, un gesto altamente unigestual como uno que no pretende un tránsito directo entre lo cinematográico y la realidad, ideal o material, sino que más bien tiende a tomar autoconciencia de sus operaciones representacionales y significadoras para hacer de la combinatoria formal un exceso reflexivo, extremando los límites visuales de lo cinematográico que el simulacro mimético entrega en su pretensión de relación con la realidad, exprimiendo y retorciendo la expresividad gestual acontecida en la plurigestualidad para concentrarla en un gesto expresivo del rostro.

Peter Greenaway es una fuente compleja de construcciones gestuales, en The cook, the thief, his wife & her lover [El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante] (1989), nos presenta a personajes que a través de sus disparidades gestuales se van particularizando. Entre ellos será el rostro del ladrón y dueño del restaurante, Albert, el que tome mayor predominancia dentro del ilme. Éste, como si hubiese sido extraído de la reproducción del cuadro que decora una de las paredes del restaurante, concentra el exceso visual que acontece a lo largo de todo el ilme en su rostro. En cada una de las secuencias, los gestos de Albert se extreman en relación a sus compañeros de mesa, a su mujer y sólo lo acompaña el exceso visual del decorado, la ornamentación y la luz. Cuando habla, las cejas, la boca, sus pómulos, etc., construyen un gesto que acontecerá dominante y que dará paso a otro que será de la misma forma dominante, para marcar una expresividad que en su avance a lo largo del ilme retornará diferentemente a sí misma. En una de las escenas inales eso se hará evidente: Albert habla en primer plano sobre la Revolución francesa, luego de haber asesinado al amante de su mujer, y cada una de las frases que va componiendo son sostenidas por una gestualidad dominante, tosca y sobreparticularizada con respecto a quienes lo escuchan hablar.

La ausencia del gesto nos acercará a pensar el rostro en su dimensión netamente estructural, ya que reconocemos la carencia de gestualidad en él. No nos referimos a la absoluta carencia de micromovimientos, lo que sería imposible teniendo en cuenta el habla, sino que lo pensamos en la preponderancia temporal de la ausencia de micromovimientos en el rostro. Ello posibilita que el rostro se relacione con el resto de los componentes de la imagen y del ilme sin una predominancia signiicante, lo que ya encontrábamos anunciado en el tren de Lumière en relación a la figuración humana, a pesar de que fue a pérdida en el desarrollo del cine durante el siglo XX. Consideramos dicho rostro como agestual, donde los micromovimientos pierden su predominancia para dar paso a un rostro con una densidad objetual latente.

Lev Kuleshov será el primero en sistematizar algunos aspectos de esto, en su famoso trabajo sobre el efecto que tiene un rostro sin gestualidad en asociación a la imagen que lo sigue, ejercicio fílmico que propone una lectura donde el cerebro integra ambas imágenes para componer una tercera imagen (concepto) abstracta dentro del espectador, como el ensimismamiento, la angustia o la alegría. Ellas no son parte del material visual, pero son inferidas por el espectador, pero nuestro asunto no tiene que ver con las posibilidades receptivas que propone este juego fílmico, sino con el despojar al rostro de una cualidad expresiva o relexiva particular e individualizada, para transformarlo en un objeto amarrado a las combinatorias posibles que el montaje cinematográico disponga. Así, un rostro que al principio del filme esté referido a x al final puede referir a z.

Buster Keaton adoptará ese elemento para ingresarlo en una estética de la inexpresividad, lo que potenciará toda una línea de comedias donde el personaje principal no pareciera recibir llamado de lo que acontece a su alrededor y lo que él mismo provoca. Si bien en su rostro ocurre una serie de gestos en los hechos que van sucediendo, cuando es mostrado en primer plano carece de micromovimientos en momentos especíicos, transformándose en un objeto visual aparentemente separado de las peripecias visuales que logran sus constantes huidas y su cuerpo en ellas. En Hard luck [Mala suerte] (1921), el personaje intenta quitarse la vida gran parte del ilme, cristalización metafórica de la búsqueda por estar más lejos de sus perseguidores. Aunque esta vez sea él mismo, su rostro se distancia del contexto que lo abruma; al igual que su cuerpo se aleja de sus perseguidores, su rostro se retira de su propio cuerpo cuando cada uno de sus intentos de suicidio falla. La agestualidad de Keaton se coloca en contraste, generando un quiebre visual de la unidad correspondiente del cuerpo y el rostro. La autonomía visual del rostro y sus posibilidades signiicadoras generan una diferencia entre la sucesión de hechos en progresivo dramatismo que le acontecen al cuerpo y un rostro que no tiene ningún cambio o respuesta a tales hechos.

Las tres líneas de fuerza que acabamos de describir someramente, que en su ensayo y ejercicio desarrollan problemas internos a lo cinematográico, surcarán los tres estados de la imagen cinematográica, la imagen-movimiento, la imagen-tiempo y la imagen-simulacro. Por ejemplo, en la mímesis del gesto vemos en el estadio de movimiento la construcción de una plurigestualidad, que busca una idea o una idealidad motora que refiera a una emoción pura. Ejemplo de ello son filmes como The birth of a nation [El nacimiento de una nación] (1915), de David W. Griffith, Gone with the wind [Lo que el viento se llevó] (1939), de Victor Fleming, o en Partie de campagne [Salida de campo] (1936), de Jean Renoir, donde la plurigestualidad se funde con el agua en una especie de naturalismo del gesto. Esas búsquedas se pondrán en crisis en filmes como Freaks [Raros] (1932), de Tod Browning, con la presencia de lo deforme y abyecto. En el estadio de la imagen-tiempo la pretensión de idealidad se trastrocará para construir un gesto expe-riencial, que a través de la gestualidad haga acontecer al rostro tal cual es afectado por el tiempo cotidiano. Ladri di biciclette [El ladrón de bicicletas] (1948), de Vittorio De Sica, trabajará una plurigestualidad afectada por el tiempo particular del padecer de la pobreza, y en una dimensión sexualizada, Pier Paolo Pasolini deja padecer a sus rostros la densidad histórica del tiempo en Saló o le 120 giornate di Sodoma [Saló o los 120 días de Sodoma] (1975) como edificación del poder, entre muchos otros filmes.

Ahora bien, operaciones como la de los personajes falsarios de Jean-Luc Godard, en Masculin féminin: 15 faits précis [Masculino femenino: en 15 actos] (1966), o el personaje camaleónico de Zelig (1983), de Woody Allen, irán minando la particularidad de dicha gestualidad en el tiempo, para relativizarla espacialmente y desacreditar esa pretensión experiencial, que nos abrirá las puertas a una plurigestualidad transparente de lo cotidiano, como un lugar que se pretende carente de una mirada anterior que construya el filme, una pura acción de indeterminación. Gus Van Sant, en Elephant [Elefante] (2003), nos dispone frente a una plurigestualidad transparente, gestos que se construyen como un momento único y ausente del espacio físico que los contiene, o Sábado, una película en tiempo real (2003), de Matías Vice, donde la plurigestualidad acontece en una fragmentación de lo mismo, en una igualdad y reiteración constante. Esta gestualidad transparente reiere a una imagen-simulacro que debe llevar a tal extremo la pretensión de su simulacro de realidad, que en su propia operación deja los rastros para su desmantela-ción. Ello se hará operativo en Dogville (2003), de Lars von Trier, donde se desarticula todo el espacio cotidiano referencial para hacer emerger las formas representacionales de dicha plurigestualidad transparente. Ese tránsito acotado que hemos propuesto podremos encontrarlo en las tres categorías, con sus particularidades y especiicidades, lo que nos posibilita pensar en otras formas de organizar el devenir histórico del cine.

¿En qué medida la mimesis, la exacerbación y la ausencia se configuran en problemas internos de lo cinematográfico? En el primer caso existe una serie de operaciones formales que se inscriben en la pretensión de acercar o borrar los límites entre representación y realidad, para poder convocar el espesor experiencial de una realidad que escondería una verdad, que cada vez que se intenta visitar se escondería. Es en éste donde de mejor manera se logra la simulación, donde el sujeto logra construir un mundo visual absolutamente autónomo. En la exacerbación pareciese que la autoconciencia representacional recoge la teatralidad inicial de lo cinematográico para reconigurarlo y reactualizarlo. No obstante, consideramos que ello estará supeditado a un desborde y crisis del cuerpo como contenedor de la subjetividad; el rostro es presionado en tanto unidad por una subjetividad que lo va marcando en las tensiones temporales y espaciales que lo acechan. Y por último, la dimensión estructural de la ausencia del gesto nos posibilita pensar la densidad signiicante de lo cinematográico, que llevará al límite y evidenciará los tres estados de la imagen, movimiento, tiempo y simulacro, como un discurso y construcción fílmica.

Entendemos en esa lógica que la mímesis del gesto, exacerbación del gesto y ausencia del gesto también podrían considerarse como realismo (y relación entre arte y vida), expresionismo (huellas de lo humano) y constructivismo (autoconciencia de las formas representacionales), que nos proponen una lectura que coloca el acento en las formas de construcción audiovisual, por sobre las lecturas relacionadas al cine como dispositivo social en la cultura de masas o lecturas ontológicas sobre la particularidad cinematográica respecto a otras formas de representación, para pensar tres medios de acceso a lo humano: la edificación de lo humano como una unidad trascendente y estable; la explosión expresiva de dicha unidad como presencia de la catástrofe o ruina de la subjetividad; y la conciencia de la condición objetual y aparente de lo humano en el simulacro representacional de la realidad.

 

NOTAS

*       Es necesario advertir al lector que en el presente artículo se exponen problemas y conceptos que fueron desarrollados con mayor profundidad en una investigación posterior a la escritura del mismo (Imagen-simulacro: estudios de cine contemporáneo, Fondo Audiovisual del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, del Gobierno de Chile, 2009), los cuales no hemos querido actualizar para respetar el contexto de producción de este texto y como forma de exponer las primeras configuraciones de los problemas que hemos venido trabajando desde el año 2006. No obstante ello, se recomienda visitar el libro para profundizar principalmente en el concepto de «imagen-simulacro» (Santa Cruz).

1      Entendemos lo digital como el estado en que la construcción de la imagen es dependiente de un sistema binario de codificación numérica, que elimina la relación entre fotograma y referente, estableciendo una mediación abstracta inteligible por la visión.

2      En castellano, symptom y sinthom inicialmente se traducirían como síntoma, por eso la preferencia de mantenerlo en su idioma original.

 

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Recepción: 23 de diciembre de 2010 Aceptación: 5 de mayo de 2011

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