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Psykhe (Santiago)

On-line version ISSN 0718-2228

Psykhe vol.15 no.2 Santiago Nov. 2006

http://dx.doi.org/10.4067/S0718-22282006000200006 

PSYKHE 2006, Vol.15, Nº 2, 57-67

ARTICULO

Articulaciones (A)Temporales en el Síntoma y en la Bulimia

(A)Temporal Articulations in the Symptom and Bulimia

Esteban Radiszcz
Universidad Alberto Hurtado
Universidad de Chile

Dirección para Correspondencia


RESUMEN

Mediante la comparación de un caso de disorexia y de otro de bulimia, se explicitan las diferencias que separan a ambos fenómenos psicopatológicos en cuanto a sus articulaciones (a)temporales. Se sostiene que mientras la disorexia se despliega en un futuro anterior propio de la temporalidad simbólica del retorno de lo reprimido, la bulimia da cuenta de una temporalidad circular impulsada por la repetición. Sin embargo, dichas diferencias sólo pueden explicarse en función de la presencia de una desigualdad aún más relevante en las articulaciones psicopato-lógicas de la bulimia y del síntoma. Si la (a)temporalidad de la bulimia se distingue de aquella que opera en el síntoma, ello se debe a que la bulimia no constituye una verdadera formación sintomato-lógica.

Palabras Claves: bulimia, síntoma, temporalidad, paso-al-acto.


ABSTRACT

Through the comparison of a case of Dysorexia and another of Bulimia the differences, in terms of (a)temporal articulations, among the two psychopathological phenomena are made explicit. It is argued that while Dysorexia unfolds in the past future of the symbolic temporality of the return of the repressed, Bulimia unravels in a circular temporality driven by repetition. These differences can only be explained through the presence of an even more relevant dissimilarity in the psycopatho-logical articulations of Bulimia and the symptom. If the (a)temporality of Bulimia is distinguished from the one operating in the symptom, it is due to the fact that Bulimia does not constitute a true symptomato-logical formation.

Keywords: Bulimia, symptom, temporality, pass-to-act.


Recientemente, Bergès (1997) y De Goldman (2000) han advertido una dificultad para reconducir la bulimia a aquello que el psicoanálisis entiende por síntoma. Nosotros mismos (Radiszcz, 2001) hemos examinado dicho obstáculo, sugiriendo que la bulimia no logra ser definida como retorno de lo reprimido (Freud, 1915/1982e, 1939/1982i), exteriorización manifiesta de un grupo psíquico separado (Freud, 1894/1982a), símbolo mnémico (Freud, 1910/1982c), formación substitutiva (Freud 1915/1982e, 1926/1982h) o, incluso, metáfora (Lacan, 1966/2002). Pero si las articulaciones de la bulimia implican una lógica distinta de aquella que, desde hace mucho, el psicoanálisis reconoce en el síntoma, entonces no sería extraño que la temporalidad que rige en las manifestaciones bulímicas se distinga de aquella que preside en las formaciones sintomato-lógicas.

Para examinar esta posibilidad, proponemos comparar un caso de disorexia histérica y otro de bulimia con un doble objetivo. Por un lado, se trata de caracterizar y distinguir la(s) temporalidad(es) que subyace(n) en ambos cuadros. Por el otro, se busca dar cuenta de dichas divergencias como resultado de articulaciones psicopatológicas que deberíamos claramente diferenciar en el entendido que no todo fenómeno mórbido constituye un síntoma en el sentido psicoanalítico del término. En efecto, Freud distinguió variadas manifestaciones psicopatológicas que no son síntomas, a saber, las inhibiciones (1926/1982h), los rasgos de carácter (1939/1982i), la angustia (1926/1982h) o las exteriorizaciones del proceso mórbido que, en la psicosis, se distinguen de las formaciones restitutivas (1914/1982d).

I

Albertina era una joven mujer, casada y madre de dos hijos. Decidió consultar por un desorden alimenticio que se había agravado en los últimos meses. Aun cuando su psiquiatra diagnosticó una bulimia, al observar más detenidamente, parecía tratarse de una disorexia atípica. Ciertamente, la alimentación de Albertina estaba dominada por un anhelo de delgadez asociado a la restricción de la ingesta, pero la limitación de las comidas no constituía una estrategia de control ponderal como en la bulimia. Asimismo, la expectativa de lucir esbelta tampoco se inscribía dentro de la ambición que, típicamente, inspira las estrategias bulímicas de compensación. A diferencia de lo que sucede en la bulimia o en la anorexia, la forma corporal añorada no parecía implicar el característico temor de verse gorda. De hecho, en ausencia de una preocupación constante por su silueta, las restricciones alimenticias de Albertina no se acompañaban de ningún control del peso.

En tal sentido, las restricciones alternaban con comidas normales que no motivaban ningún descontento. De hecho, Albertina mantenía una condición normoponderal homogénea que se alejaba de las abruptas variaciones de peso en la bulimia. Pese a prolongarse algunos días, los periodos de ayuno eran puntuales y se asociaban a una sensación de asco vinculada a momentos de angustia. Más que movilizadas por el rechazo de una imagen corporal, las restricciones parecían activarse en función de una repugnancia venida al lugar de la angustia.

Ciertamente, Albertina se quejaba de una fuerza que la obligaba a comer. Pero las situaciones en que fracasaba su voluntad por evitar la comida, no parecían constituir accesos bulímicos. Se trataba más bien de la ingestión de pequeñas cantidades de alimentos que, consumidas entre comidas, sólo implicaban un descontrol en la medida que impedían la evitación del asco. No se apreciaba paroxismo, ni hiperfagia. Eran situaciones en donde la mujer se veía imposibilitada de escapar de la repugnancia.

Sin duda, los episodios de ingesta motivaban esporádicos vómitos, pero éstos no eran usados para compensar las consecuencias del comer. Además, ingesta y vómitos estaban afectos a una belle indifférence también presente frente a las restricciones y al difuso anhelo de delgadez. Sometidas a esta bella indiferencia, las alteraciones alimenticias de la paciente no tenían la nitidez, ni la fuerza características de las manifestaciones bulímicas.

En resumen, Albertina presentaba un conjunto de fenómenos donde la repugnancia movilizaba ayunos que, vagamente asociados a una ambición por conservarse delgada, eran contrariados por episodios de ingestión que prolongaban el asco. Consecuentemente, ninguna de las alteraciones alimenticias exhibidas constituía una verdadera manifestación bulímica. No había voracidad, ni devoración, ni estrategias de compensación; mientras que las dificultades presentes tampoco se articulaban según la sucesión propia de las manifestaciones en la bulimia. En el fondo, se trataba de un desorden próximo a lo que Bruch (1973) denominó anorexia nerviosa atípica que, representando una conversión histérica animada por un temor infantil de fecundación oral, se distingue de la anorexia (primaria) y de los "obesos delgados" (bulimia).

La disorexia de Albertina comenzó a los 18 años en ocasión del potencial inicio de una relación sentimental. La joven era frecuentada por un amigo de sus padres, veinte años mayor que ella, y un día salió a cenar con este hombre que no le era indiferente. Volviendo a casa, el hombre se detuvo, abrazó a Albertina y, reteniéndola en sus brazos, la besó apasionadamente. Sorprendida, la paciente sintió que la boca del pretendiente olía a alcohol y comida. Asqueada, se liberó del abrazo y corrió hasta su casa. Al día siguiente, no conseguía olvidar el episodio y, sobretodo, el recuerdo de aquel sabor inmundo. Inundada por la repugnancia, no comió. Toda comida le recordaba el incidente. Pero pasado algunos días, el hambre se amparó de la joven que, pese al asco, se sintió forzada a comer. Así, el episodio del beso prefiguró la disorexia que, a partir de entonces, podía aparecer en diversas situaciones asociadas a una angustia frente a lo sexual.

Sin embargo, el evento del beso sólo era la reedición de una escena protagonizada a los 11 años. Los padres de Albertina partieron a trabajar fuera de la ciudad, dejándola al cuidado de un familiar. La mujer que quedó a cargo de la niña, tenía un amigo con quien cenaba una vez por semana. Durante el primer mes, las visitas del amigo transcurrieron sin novedad. La pequeña comía con el invitado y se iba a dormir. El invitado hablaba y bebía con su amiga hasta entrada la noche y, finalmente, partía para su casa. Cuando las visitas se hicieron habituales, el hombre dejó de regresar a su casa. Luego que su amiga partía a la cama, él pasaba por la pieza de Albertina y comenzaba a tocarla. La niña despertaba y para que no gritara, ni contara lo sucedido, el hombre la amenazaba con pegarle y matar a la mujer que la cuidaba. El hombre amarraba a Albertina con cuerdas, la besaba y le acariciaba sus partes íntimas. Asustada, la pequeña sentía el gusto repugnante de alcohol y comida de la boca del hombre, mientras que éste intentaba inútilmente penetrarla, lamentándose de que ella fuese tan delgada. Entonces, el hombre se frotaba contra el cuerpo de la niña y la volvía a besar. Estos episodios se repitieron cuatro o cinco veces antes de que Albertina se reencontrase con sus padres.

Similarmente a la escena vivida a sus 18 años, la paciente se había visto sometida a la boca de un hombre mayor que olía a alcohol y comida. En ambas situaciones, se trataban de amigos de la familia que, no habiéndoles sido indiferentes, la besaron, mientras ella no podía escapar, retenida entre los brazos de uno o las cuerdas del otro.

Albertina recordaba vívidamente la escena de seducción, pero jamás contó la historia. Cuando, en sesión la paciente habló del episodio, ella temió por la reacción de su padre. Así, cuando finalmente reveló su secreto, el padre, furioso, comenzó a vociferar sus deseos de matar al desgraciado. La mujer sintió una angustia insostenible y, en la mañana siguiente, despertó presa de un estado disociativo en el que no reconocía a su marido, ni a sus hijos. Hablaba como niña, decía tener 10 años, preguntaba por sus padres y exigía sus juguetes.

Es que el padre había formulado lo que el violador dijo respecto de las consecuencias de revelar la historia. Por sus amenazas, el padre se había ubicado en una posición semejante a la del captor, indicando que la escena traumática estaba inconscientemente asociada con la situación edípica. Habiendo sido la hija preferida de un padre alcohólico, Albertina fue muchas veces besada por un hombre mayor que, no siéndole indiferente, olía a alcohol y comida. En tal sentido, el recuerdo traumático albergaba mociones incestuosas infantiles que también participaban en la determinación de la disorexia. Las dificultades alimenticias de Albertina expresaban tanto una defensa contra la escena traumática, como una realización de los deseos edípicos.

De hecho, la decisión de consultar estuvo motivada por una agravación del cuadro que se explicaba por una reactivación del conflicto edípico en el seno de su matrimonio. Albertina estaba casada con un hombre algo mayor, del cual recibía protección y al cual se sentía tiernamente ligada. Pero la vida sexual de la pareja nunca suscitó el entusiasmo de la mujer que, "leal" a sus "deberes" de esposa, sólo aceptaba el sexo para satisfacer las ingratas necesidades del marido. Para ella, el acto sexual era repugnante y, en rigor, sólo constituía un medio para hacer bebés. Ahora, la pareja no quería más hijos, razón por la cual el sexo había perdido su finalidad.

Albertina no se sentía enamorada de su esposo, en quien sólo veía a un buen amigo. Ella había, incluso, mostrado interés por otro hombre al que renunció por sus niños. La vida sexual conyugal devino, entonces, una sumisión a las exigencias de un hombre que, luego de cenas bebidas, buscaba acariciarla, besarla y penetrarla. Así, el esposo se encontró rápidamente en el lugar del amigo que, bebido y comido, buscaba besarla apasionadamente. La relación con su marido se encontró asociada al recuerdo traumático y a la situación edípica, suscitando una recrudescencia de la angustia que se tradujo en el empeoramiento de su disorexia.

No logramos discernir si el incidente había sido vivido o si era una deformación del recuerdo o una fantasía que traducía el conflicto edípico. Pese a ello, todo parecía indicar que, poniendo en escena mociones pulsionales infantiles, el trauma determinaba ampliamente la disorexia de Albertina. El asco expresaba tanto el rechazo del evento, como la aparición de deseos incestuosos impugnados. Asimismo, las restricciones asociadas al vago anhelo por enflaquecer, representaban una acción defensiva que, prolongando el rechazo por el asco, reeditaba las circunstancias que impidieron la violación (la delgadez). Igualmente, se trataba de una manera de conservar un cuerpo de niñita gracias al cual preservar la posición de hija protegida del padre. Respecto de los episodios de ingestión, ellos expresaban tanto los ataques perpetrados por el agresor de la infancia, como la realización de deseos incestuosos desplazados sobre el erotismo oral. Paralelamente, los vómitos ocasionales daban cuenta de una lucha secundaria contra las mociones pulsionales introducidas a través de la ingesta. Resumiendo, la disorexia parecía derivar de la puesta en escena de una fantasía que, asociada a la situación edípica y/o vinculada al trauma, se articulaba sobre el texto: una niña es apasionadamente besada (por el violador, por el padre, por un hombre mayor…).

Pero si la disorexia traducía una escena de seducción vinculada a deseos provenientes del complejo de Edipo, entonces, ella representaba una sustitución del recuerdo traumático, un sucedáneo de mociones sexuales, es decir, una metáfora. Dicho de otro modo, se trataba de un símbolo mnémico (Erinnerungnssymbole) de la (pre)historia infantil expresada en una conversión histérica fundada en el desplazamiento de abajo hacia arriba. Además, era una formación de compromiso entre la exigencia defensiva y la reivindicación pulsional, obtenida gracias a la transposición de los deseos edípicos en la oralidad. Asimismo, constituía un retorno de lo reprimido realizado mediante las articulaciones de una red de retoños de lo inconsciente entre los que podían contarse los componentes del recuerdo traumático. Evidentemente, el recuerdo era plenamente consciente, pero ello no impedía que se encontrase bajo el efecto de la defensa: si el recuerdo no había sido contado, entonces, se mantenía como jamás sucedido para los otros y, por dicha razón, alejado de su sustituto mórbido. En tal sentido, el recuerdo podía formar parte de un grupo psíquico separado e integrarse a los retoños de lo inconsciente que, herederos del complejo de Edipo, se expresaban en la disorexia. Sin duda, no se trataba de una bulimia, pero en cambio era cuestión de un síntoma en el sentido psicoanalítico del término.

II

Desde los 17 años, la experiencia cotidiana de Daniela estaba dominada por el temor a engordar. Controlaba férreamente su alimentación, contaba las calorías de sus comidas y las confrontaciones diarias con la balanza y el espejo eran un calvario. Pero la preocupación por la silueta era correlativa a la ambición de exhibir una perfecta figura delgada. Su cuerpo era el lugar en donde buscaba consumar una imagen ideal que, tan indispensable como inexplicable, concentraba todo el sentido. Ella quería disminuir su carne, aspirando a un peso que jamás era suficientemente bajo como para dejar de adelgazar. Buscaba cincelar su forma corporal según las prescripciones de un ideal enigmático, revelando un fin pigmaliónico en donde la escultora se modelaba a sí misma de acuerdo a la imagen de su propia escultura.

Sin embargo, un hambre feroz se insuflaba en sus venas, contraviniendo sus aspiraciones ideales. Se trataba de un hambre que no era un verdadero apetito. Un hambre sin hambre y, sobretodo, un hambre sin fin. Dominada por la voracidad, perdía todo control y vaciaba el refrigerador para llenar su vientre. Dos veces por día, varios días por semana, todas las semanas durante años, Daniela se encontraba a merced de la devoración, tragando sin reposo grandes cantidades de comida, millares de calorías en unos cuantos minutos. Luego, la crisis terminaba, dejándola desesperaba frente a la posibilidad de que su silueta deviniese un balón. Atormentada por la vergüenza y el remordimiento, se lamentaba del descontrol que cruelmente la alejaba de su ideal. Entonces, tomaba laxativos y salía a correr con la esperanza de que, por medio de ellos, nada de lo que había devorado fuese finalmente absorbido. Los laxativos harían la limpieza, el ejercicio eliminaría lo que quedase. Eran estrategias de compensación que buscaban revertir los efectos de la devoración y que, al menos hasta la próxima crisis, dejaban las cosas en un statu quo ante. Pero los laxativos y el ejercicio no sólo eran los medios para neutralizar la crisis, eliminando la existencia misma de los accesos. Igualmente, eran las herramientas con los que la joven esculpía su carne para consumar - y, de paso, consumir - un cuerpo ideal.

Daniela no recordaba cuando había comenzado su bulimia. Sin embargo, subrayaba que siempre había sido una niña difícil. De hecho, las manifestaciones bulímicas parecen haber aparecido en continuidad con un comportamiento descarriado que se remontaba hasta su infancia. Tímida y retraída en la escuela, pero conflictiva y agresiva en la casa, había sido una niña ansiosa, irritable, caprichosa y desobediente. Su mala conducta despertaba la exasperación de la madre que frecuentemente la comparaba con la hermana menor. Calma y obediente, su hermana era el ideal de la madre, quien esperaba de Daniela una conducta semejante. Pero la madre no lograba nada y, pese a sus reprimendas, se sentía impotente frente a la indisciplina de su hija. Sólo los correctivos del padre ponían un poco de orden en la niña que era físicamente castigada y privada de comida por el resto del día.

Aún cuando el padre la sancionaba duramente, Daniela le prodigaba una profunda devoción que nutría su viva rivalidad con la madre. En tal sentido, su mala conducta parecía reposar sobre la situación edípica. Se trataba de una forma ciertamente masoquista de atraer el amor sádico del padre y de atacar a la madre rival, al mismo tiempo que una manera de hacer pagar a ambos por haber concebido otra hija. Además, constituía una forma de actuar que, diferenciándola de su hermana, le garantizaba una posición en la familia. Si, a los ojos de Daniela, su hermana era la bella, la perfecta, la dócil, la correcta; entonces, ella debía ser la inteligente, la creativa, la indócil, la incorrecta. Si la hermana era la buena hija de la madre, ella era la mala hija del padre. Siendo la niña traviesa, Daniela podía ser la preferida del padre, obteniendo una singular posición en la cual inscribirse como sujeto. Sin embargo, tal inscripción reposaba sobre el sacrificio de su persona, dando cuenta de una posición subjetiva semejante a aquella que Freud (1924/1982g) describió para el masoquismo moral.

Cuando tenía 16 años, su mala conducta se degradó ostensiblemente en ocasión del divorcio de sus padres. Daniela se sentía culpable por la separación, pensando que ésta era consecuencia de su comportamiento. Sin embargo, no devino más calma, ni más dócil. Al contrario, el sentimiento de culpa la hizo aún más rebelde y turbulenta. La partida del padre contribuyó a reactivar el conflicto edípico en el inconsciente de la adolescente. El divorcio implicaba que había ganado en la competencia infantil con su madre, quien, ahora, la castigaba alejándola del padre. Así, mediante sus actos buscaba hacer pagar a la madre por haberla alejado del padre y provocar la preocupación de este último para hacerlo volver.

Pero la separación agregó otra dimensión o, más bien, puso en evidencia una situación antigua: la invasión materna. Daniela explicaba que la partida del padre había desestructurado la familia, determinando que nadie tenía ahora su rol y que cada uno ocupaba todos los roles. La intimidad había desaparecido, cada miembro se sentía con derecho a entrometerse en los asuntos de los otros, las puertas debían quedar siempre abiertas, todo debía estar visible para todos. Pero el divorcio había principalmente afectado la relación entre la joven y su madre que, buscando establecer una complicidad con su hija, había mezclado las esferas respectivas. La madre comenzó a interesarse por los asuntos de Daniela y, sobretodo, por su aspecto corporal. Insistía para que la adolescente se ocupase de su apariencia, llegándole a ofrecer una cirugía estética que la joven jamás pidió. Asimismo, afligida por su fracaso matrimonial, la madre se refugió en su hija que, tomada como confidente privilegiada de sus amarguras, debió escuchar los detalles -incluso sexuales- que precipitaron el divorcio.

La proximidad materna era altamente conflictiva para Daniela que se sentía invadida y aún más culpable por ser testigo de confidencias que nunca debió escuchar. En consecuencia, además de la reactivación del Edipo, la recrudescencia de la mala conducta expresaba tanto una tentativa por frenar la invasión materna, como un esfuerzo por expiar la culpabilidad así inducida. Las dificultades de la joven se volvieron tan preocupantes que consultó con un psiquiatra que, diagnosticando un trastorno bipolar atípico, le prescribió medicamentos. La paciente no estaba especialmente deprimida, ni menos eufórica, pero se sintió muy bien descrita por el término "bipolar" que coincidía con su sensación de pasar de un estado a su contrario en todo orden de cosas.

Fue en esta época que la bulimia comenzó a ocupar progresivamente el lugar que, hasta entonces, había tenido la mala conducta. En la misma medida que su comportamiento fue cada vez menos disruptivo, la relación con la comida y con su cuerpo se hizo cada vez más problemática. La cotidianeidad banal de la alimentación y del físico perdió su valor acostumbrado: aquello que siempre había sido familiar (Heim) se había vuelto ominoso (Unheimlich). No obstante, Daniela ocultó su bulimia que, silenciosa, se fue entronizando como un "placer secreto", una "satisfacción culpable", un goce "demasiado primitivo" como para ser confesado.

Pero la bulimia sólo era otra forma de exteriorizar la "bipolaridad" en la que se había reconocido desde niña y por la que estaba siendo médicamente tratada. Ella decía ser como "Jeckill y Hyde", oscilando entre la timidez en la escuela y la indisciplina en la casa, entre la ternura y la furia, entre un humor y su contrario, entre el rechazo de su cuerpo y la obtención instantánea de una silueta ideal, entre el ayuno y la comilona, entre un peso y otro, entre la autosuficiencia y la dependencia, entre la autoafirmación y el desamparo… Para Daniela, el termino "bipolar" designaba aquello que ella pensaba haber sido desde siempre, aquello que la podía definir de la manera más intima y que continuaba expresándose en la bulimia. Para ella, la "normalidad" no era el equilibrio, sino que el circular entre los extremos sin jamás poder detenerse en el medio.

Así, cuando Daniela comenzó a lentamente abandonar su bulimia, se sintió vacía y desorientada. Por más de 5 años las manifestaciones bulímicas habían ocupado toda su existencia. Con ellas se sentía especial, mientras que sin ellas no le quedaba nada singular a lo cual sujetarse para subjetivarse. De hecho, ella no pensaba tener una bulimia, ella afirmaba ser una bulímica. Consecuentemente, en ausencia de su bulimia, ella no sabía cómo llegar a ser, ni qué lugar ocupar. Tal y como lo fue la mala conducta de su infancia, la bulimia era para la paciente un acto que, tocando esta vez su cuerpo, le procuraba una singularidad al precio de su propio sacrificio.

En tal sentido, la bulimia no era extranjera a los componentes edípicos que habían animado la mala conducta infantil. Pero, aún cuando la bulimia era una suerte de continuación del comportamiento disruptivo, no se trataba de su simple prolongación como lo había sido la desmejora suscitada por el divorcio. La bulimia era un medio bastante más eficaz de frenar las intrusiones maternas, al mismo tiempo que una manera de contravenir los anhelos de la madre por modelar el cuerpo de su hija. Mantenida en secreto, la bulimia no despertaba la preocupación materna, además de dar cuenta de una forma personal de ocuparse por la apariencia corporal en oposición a las expectativas de la madre.

Paralelamente, era también de una forma de atraer el interés del padre mediante una práctica que, sometiendo el cuerpo a una situación juzgada como nociva y agradable, ponía nuevamente en juego la culpabilidad y el sacrificio. De hecho, la devoración representaba una trasgresión de la prohibición de comer decretada por el padre cuando la pequeña Daniela se había mostrado indisciplinada, mientras que las estrategias de compensación eran una forma de someterse al mismo mandato paterno. Se trataba, entonces, de una manera de ocupar el lugar de la mala niña para hacer volver al padre y, enseguida, corregirse para obtener su amor.

Daniela mostraba fenómenos psicopatológicos que, a primera vista, podrían parecer equivalentes a aquellos desarrollados por Albertina. Ciertamente, se trataban de formaciones que comprometían la esfera alimenticia y que coincidían en sus respectivas determinaciones edípicas, pudiéndose incluso afirmar que ambos casos reposaban sobre un fundamento histérico. Sin embargo, las manifestaciones bulímicas de Daniela no eran para nada semejantes a los fenómenos disoréxicos de Albertina. En el caso de Daniela, encontramos una verdadera bulimia que, a diferencia de la disorexia de Albertina, convocaba voracidad, devoración y compensaciones en una secuencia dominada por el explícito anhelo de consumar una imagen corporal idealizada.

Pero, más allá de las diferencias descriptivas que, en rigor, no señalan nada más que el hecho de estar frente a dos fenómenos distintos, los dos casos dan cuenta de dos maneras heterogéneas de articular sus formaciones. Aún cuando la bulimia de Daniela estaba en continuidad con las alteraciones que, sobrevenidas en su infancia, se prolongaron hasta la adolescencia, la primera no parece haber sido una reedición de las segundas. Sin duda, las manifestaciones bulímicas habían reemplazado la mala conducta de la infancia y, expresando las mociones derivadas de la situación edípica, tenían la misma función. No obstante, la bulimia no era por ello un sucedáneo del indócil comportamiento infantil.

Si la disorexia de Albertina constituía un sustituto de la escena de seducción, la bulimia de Daniela reposaba más bien sobre un desplazamiento de la conducta disruptiva. Dicho de otro modo, los fenómenos disoréxicos no parecen haber coincidido con las manifestaciones bulímicas, en la medida que, a diferencia de los primeros, las segundas no eran metáforas, sino que metonimias. En tal sentido, Hiltenbrand (2001) ha propuesto una interesante distinción entre síntomas de tipo metafórico y síntomas de naturaleza metonímica, subrayando que los primeros se caracterizan por la suspensión, la limitación e, incluso, por la detención, mientras que los segundos dan cuenta de la proliferación, la expansividad y la sobreexcitación. Ciertamente, se trata de una diferenciación que bien traduce algunos de los distingos que separan a la bulimia de Daniela y a la disorexia de Albertina. Sin embargo, la nomenclatura sugerida conserva, a nuestro juicio, indebidamente el término síntoma para fenómenos metonímicos. Es que las únicas formaciones que, en un sentido estrictamente psicoanalítico, ameritarían el nombre de síntomas son aquellas que se fundan sobre una sustitución metafórica.

Ahora bien, si en Albertina los fenómenos disoréxicos expresaban las mociones edípicas reeditando la escena de seducción, entonces ellos constituían un retorno de lo reprimido efectuado por medio de las articulaciones significantes que vinculaban el complejo de Edipo con el recuerdo traumático. Por el contrario, en Daniela las manifestaciones bulímicas no parecen haber implicado el retorno de un comportamiento de la infancia, sino que la repetición de las reivindicaciones edípicas que habían animado la mala conducta infantil. En tal sentido, la bulimia de Daniela no parece haber implicado el automaton que Lacan (1973/1984) subrayaba como característico de las articulaciones, propiamente simbólicas, del significante en el retorno de lo reprimido. A decir verdad, la iteración del conflicto edípico en la bulimia de Daniela parece más bien responder de la tyché que el mismo Lacan (1973/1984) destacaba como característica de la insistencia de lo real en la compulsión a la repetición.

Por otra parte, a diferencia de Albertina en quién el recuerdo traumático servía para componer un guión que prefiguraba la disorexia, en Daniela la mala conducta infantil no tenía el mismo lugar y, por lo mismo, no servía a ninguna prefiguración de la bulimia. En el caso de Daniela no parece haber habido ningún guión previo a las manifestaciones bulímicas que, por así decirlo, eran ellas mismas su propio y único texto. En tal sentido, la fantasía parece haber estado diversamente implicada en los dos casos, pues si en la disorexia se trataba de una puesta en escena de la fantasía, en la bulimia no parecía haber escena alguna. De hecho, es posible afirmar que las manifestaciones bulímicas de Daniela constituían una puesta en acto de la fantasía repetida en la acción. Así, la bulimia de una no coincidía con la disorexia de la otra, porque si la segunda se revelaba articulada como un síntoma, la primera no parecía estarlo completamente. La bulimia de Daniela constituía una formación psicopato-lógica cuya organización no se ordenaba de manera estrictamente sintomato-lógica. Es que, en el fondo, ella parecía articularse al modo del paso-al-acto que, como Lacan (2004) lo indica, se distingue radicalmente del síntoma y del acting-out en la medida en que implica una caída del sujeto fuera (niederkommen) de la escena de la fantasía.

III

Pero las diferencias en la articulación de estas formaciones psicopatológicas, parecen haber introducido una diferencia en las temporalidades que las caracterizan. Como reedición de la escena de seducción, la disorexia de Albertina representaba una reactualización y una transformación del pasado en el presente que, orientadas en la dirección del deseo, determinaban que el síntoma se proyectase también hacia el futuro. En este sentido, la disorexia daba cuenta de la misma articulación temporal que Freud (1908/1982b) identificaba en los guiones de las fantasías que participaban en la creación literaria:

El trabajo anímico se anuda a una impresión actual, a una ocasión del presente que fue capaz de despertar los grandes deseos de la persona; desde ahí se remonta al recuerdo de una vivencia anterior, infantil las más de las veces, en que aquel deseo se cumplía, y entonces crea una situación referida al futuro, que se figura como el cumplimiento de ese deseo, justamente el sueño diurno o la fantasía [Phantasie], en que van impresas las huellas de su origen en la ocasión y en el recuerdo. (p. 130)

Ciertamente, para Albertina, el trauma no era un episodio agradable, ni deseado. Sin embargo, su recuerdo servía para transportar los deseos edípicos, mientras que su reedición introducía modificaciones que hacían posible un futuro libre del incidente. La disorexia de Albertina reactualizaba el recuerdo para deformarlo según dos deseos: aquel que quería obtener los privilegios del amor paterno y aquel que buscaba eliminar el evento traumático. En tal sentido, el episodio disociativo en el que Albertina despertó en la piel de una niña de 10 años, convocaba en el presente un pasado que no sólo dejaba al trauma como no habiendo tenido jamás lugar, sino que reinscribía a la paciente como la niña de papá. Se introducía, entonces, un futuro que, no habiendo tenido nada que ver con la ignominiosa escena, quedaba abierto para la realización de sus aspiraciones edípicas. En consecuencia, la disorexia de Albertina daba ampliamente cuenta de la singular temporalidad de las escenas de la fantasía en donde "el deseo aprovecha una ocasión del presente para proyectarse un cuadro del futuro siguiendo el modelo del pasado" (Freud, 1908/1982b, p. 131).

Pero no es extraordinario que la disorexia de Albertina revele la temporalidad propia de la fantasía. Ello no es más que el resultado del hecho que, como Freud lo precisa, "las fantasías [Phantasies] son los estadios previos más inmediatos de los síntomas patológicos" (p. 131). Prefigurados en las escenas de la fantasía inconsciente, los síntomas reciben en herencia la articulación temporal de su antecesora. Si la disorexia de Albertina daba cuenta de una temporalidad semejante a la de la fantasía, es porque, como todo síntoma, ella era una formación derivada de la puesta en escena de la fantasía.

Sin duda, se trata aquí de una articulación de los tiempos que altera considerablemente su cronología. En este sentido, el síntoma da cuenta de lo que Freud (1915/1982f) subrayaba como una de las propiedades de los procesos inconscientes: su atemporalidad. "Los procesos del sistema Icc [indicaba] son atemporales, es decir, no están ordenados con arreglo al tiempo, no se modifican por el transcurso de este ni, en general, tienen relación alguna con él" (p. 184). Como formación del inconsciente, el síntoma se encuentra precisamente articulado por estos procesos que le conceden parte de su carácter atemporal. Pero la atemporalidad del síntoma no es sinónimo de intemporalidad. La desarticulación de la sucesión cronológica en la atemporalidad del síntoma, no implica una pura y simple suspensión del tiempo. Si el síntoma es un retorno de lo reprimido, entonces, él no puede ser una formación simplemente intemporal. Nada retorna sin haber primero aparecido y, luego, desaparecido en un momento que precede temporalmente al instante en el que reaparece para archivarse en el devenir. Como Lacan (1975/1981) lo destacaba, el retorno de lo reprimido concierne siempre "algo que sólo adquirirá su valor en el futuro, a través de su realización simbólica, su integración en la historia del sujeto. Literalmente, nunca será sino algo que, en un momento dado de su realización, habrá sido" (p. 240). El síntoma se despliega siempre en la singular temporalidad verbal del futuro anterior en donde el presente sirve para proyectar el pasado en el porvenir.

Ahora bien, como repetición de fragmentos de la historia infantil rechazados en el proceso defensivo, la bulimia de Daniela estaba también marcada por una subversión de los valores temporales. Su psicopatología daba cuenta de una iteración del pasado en el presente que introducía una singular articulación del tiempo que se traducía en la sucesión misma de las manifestaciones bulímicas. Movilizadas para eliminar las consecuencias de la devoración, las estrategias de compensación se esforzaban por dejar a los accesos bulímicos sin futuro. Pero tales maniobras no impedían la insistencia de la voracidad que, precipitando nuevamente las crisis, contrariaba la aspiración de las compensaciones y las forzaba a reiterarse. Así, la bulimia revelaba una articulación (a)temporal donde el presente se encontraba sucedido por aquello que lo había precedido, es decir, que el consecuente se veía constantemente seguido de su antecedente.

Como en Albertina, las formaciones psicopa-tológicas de Daniela atestiguaban de una temporalidad ampliamente atravesada por el carácter atemporal de los procesos inconscientes que las determinaban. No obstante, la bulimia de una no revelaba la misma (a)temporalidad que los síntomas de la otra. A diferencia de Albertina, en Daniela la reiteración del pasado en el presente no implicaba su despliegue en el futuro. Las manifestaciones bulímicas revelaban una sucesión que no solamente reposaba sobre la insistencia de una devoración desposeída de porvenir, sino que también sobre la reiteración de maniobras compensatorias igualmente privadas de futuro. Se trataba de una secuencia de pasados devenidos presentes y de presentes advenidos pasados en donde el futuro quedaba, cada vez, eludido u objetado. Así, no era cuestión de una articulación (a)temporal como aquella del futuro anterior, sino que más bien de un tiempo circular. La experiencia de Daniela respecto de su permanente oscilación entre dos opuestos traduce esta circularidad en la sucesión de los eventos. El lugar de la joven Jekill-Hyde fue obtenido gracias a una "bipolaridad" (a)temporal en donde el futuro se anulaba por la insistencia del pasado en el presente.

Varios autores han subrayado esta singular (des)articulación del tiempo en el seno de las manifestaciones bulímicas. Binswanger (1944-45/1967) indicaba que la bulimia de Ellen West no implicaba una autentica temporalización de la existencia, sino que una disolución de la estructura temporal próxima a la agonía sin fin (sin tiempo) de los infiernos. Según él, se trataría de una intemporalidad fundada en la supremacía de un pasado que, por no prolongarse en el futuro, representaría un pasado inauténtico. Pero, al mismo tiempo, se trataría de una intemporalidad igualmente fundada sobre la expectativa de un futuro que, por no contar con raíces en el pasado, representaría - él también - un porvenir inauténtico.

Para Binswanger, las crisis bulímicas darían testimonio de la insistencia inevitable de un pasado sin futuro que reduce todo porvenir a su fundamento, mientras que las aspiraciones etéreas que se oponen a las comilonas revelarían un futuro que, sin pasado, se desviaría de su fundamento. Así, la temporalización de la bulimia no sería aquella que se articula en la proyección de un futuro fundado sobre el pasado, sino que aquella que se organizaría en la mera actualización, en el puro ahora que no inspira ningún porvenir, ni deja huella alguna. Esclava de lo inmediato, la existencia bulímica no va delante de ella misma, sino que sólo sirve para llenar la instantaneidad de un presente sin tiempo.

Más recientemente, Le Poulichet ha sugerido que la bulimia revelaría una singular (a)temporalidad en donde "un tiempo que no pasa se encarna aquí en la figura infernal de un puro devenir circular" (1996, p. 162). Se trataría de un tiempo caníbal caracterizado por "un circuito autófago que siempre lleva al cuerpo al mismo « tiempo cero » en el cual jamás nada debe comenzar, sino que sólo recomenzar en lo idéntico" (1999, p. 89). La bulimia contendría dos "alimentaciones" que, recubriéndose, se anularían mutuamente, ya que si los accesos alimentan la carne borrando la imagen corporal, las compensaciones alimentan esta imagen eliminando la carne. El pasaje sucesivo de uno a otro de estos movimientos contrarios "no puede sino reproducirse de modo constante, no teniendo la capacidad de engendrar un resto que pueda constituirlo como pasado" (1996, p. 162). De esta manera, las manifestaciones bulímicas se reducirían a una inmediatez que representa aquello "que es y que se hace sin intermediario, lo que llega sin intervalo de tiempo. La imposibilidad de aprehenderse como sujeto al tiempo y sujeto en el tiempo destruía, entonces, toda puesta en perspectiva, todo devenir y toda posibilidad de cambio" (1999, p. 92).

Quesemand-Zucca (1990) ha igualmente sostenido que la bulimia daría cuenta de un tiempo suspendido. Propone aproximar dicha intemporalidad al mítico tiempo de Cronos que, tragando bulímica y caníbalmente a sus hijos, bloqueaba la sucesión de generaciones y se mantenía bajo el imperio del caos temporal de Urano. Se trata de una intemporalidad inhumana que encontró su fin con el heroísmo de Zeus que, obligando al padre a vomitar su descendencia -es decir forzándolo a liberar el tiempo retenido en su vientre-, inauguró un tiempo progresivo redimido del eterno recomenzar.

Sin embargo, no estamos de acuerdo con los autores cuando sugieren que la (a)temporalidad circular de la bulimia constituye una suspensión del tiempo. La sucesión cíclica no es una secuencia de instantes desencadenados reducidos a su inmediatez. La circularidad (a)temporal implica la distinción de, al menos, dos momentos que se siguen alternativamente. Nada podría recomenzar sin que primero haya habido un comienzo que pueda posteriormente reintroducirse. La (a)temporalidad circular no sabría demostrar una disolución del tiempo en lo inmediato, sino que implicar una reversibilidad de la sucesión temporal que permite la reiteración del antes en el después. No se trataría, entonces, de una disolución del pasado que borraría el encadenamiento de los tiempos, sino que de una elisión del futuro que introduciría una reversibilidad temporal.

La bulimia de Daniela daba cuenta de un tiempo cíclico -"bipolar", decía ella- y no de una intemporalidad sin origen. Sin duda, era cuestión de una circularidad del tiempo semejante a la (a)temporalidad de Cronos que, devorando su descendencia y -de este modo- bloqueando el despliegue del porvenir, repetía el acto (el paso-al-acto) de su propio progenitor, Urano. Siguiendo el mito griego relatado por Hesiodo (1986), la (a)temporalidad de Cronos se distingue del tiempo de Zeus que, restaurando el orden de las generaciones, detiene la reiteración cíclica del pasado e introduce un tiempo que, pese al retorno de los poderes primordiales, puede progresar en el futuro. Pero la (a)temporalidad de Cronos no es la intemporalidad de Urano (el cielo), quien suspendía el tiempo, enterrando a su descendencia en el seno de Gaia (la tierra). Urano disolvía el tiempo, aniquilando toda distinción entre presente y pasado mediante la reducción instantánea del primero al segundo, es decir, reintroduciendo a los hijos en su madre. Castrando a Urano (nuevo paso-al-acto), Cronos (dios del tiempo) introduce el paso del tiempo de una doble manera. Por un lado, separa el cielo y la tierra para producir la sucesión cíclica de días y noches, del sol y la luna. Por otro lado, libera transitoriamente el futuro para introducir una segunda generación y constituir un pasado que pueda repetirse en el presente. El tiempo de Cronos no es el tiempo suspendido del comienzo uraniano, sino que un tiempo circular fundado sobre el (re)comenzar del pasado en el presente.

En tal sentido, Porte (1999) distingue tres articulaciones temporales siguiendo los tres regímenes de la prueba que Freud describe en Tótem y Tabú. Subraya que la prueba ordálica no tiene ninguna necesidad de separar el índice y lo indicado. Ambos mantienen una total comunidad, determinando que la aparición del índice vale como la presencia actual de lo indicado. Por ello no habría ningún paso del tiempo, ninguna sucesión del uno hacia el otro, sino que tan sólo un tiempo suspendido en lo inmediato.

Al contrario, la prueba mágica supone una separación entre la encantación y aquello que ella provoca. El enunciado mágico da cuenta de aquello que él invoca, pero lo invocado se introduce temporalmente diferido de la invocación. Sin embargo, la invocación y lo invocado mantienen una relación de similitud o de contigüidad, de suerte que la primera es una derivación del segundo. Aparte del hecho que la magia supone que la encantación pueda cada vez reiterar en el presente lo invocado, la formula mágica proviene de aquello que ella invoca, de manera que lo invocado ha, de cierta manera, anticipado a la invocación. Así, en la prueba mágica, la sucesión de antecedentes y de consecuentes es cíclica y reversible, determinando que el presente sea el campo de repetición del pasado.

Pero las dos temporalidades anteriores se distinguen, a su vez, del tiempo semi-irreversible de la prueba por el símbolo. Entre los griegos, el symbolon era la prueba de una pasada alianza que sólo era válida en el futuro. Dividido en dos fragmentos y repartido entre los aliados, el symbolon sólo funcionaba en el posterior momento en que fuese necesario reunir los pedazos para que el compromiso contraído se hiciese efectivo. Así, el valor del symbolon presupone la destitución de un tiempo reversible por uno irreversible que garantice las alianzas en el futuro. Sin embargo, la estabilidad del symbolon reposa también sobre una ligera reversibilidad que permite al futuro ser el lugar de reedición del pasado. La reunión posterior de los pedazos es precisamente el retorno del momento original en el que se estableció la alianza. No obstante, la reversibilidad del symbolon no es equivalente a la reversibilidad cíclica del tiempo mágico fundado sobre la disolución del futuro. Aun cuando el symbolon incluye el retorno del pasado en el futuro, él no implica un tiempo circular, sino que un tiempo abierto hacia el porvenir.

IV

Las diferencias que separan la temporalidad del symbolon y la circularidad temporal de la magia, describen ampliamente las divergencias entre las articulaciones (a)temporales de la disorexia de Albertina y de la bulimia de Daniela. Así, el futuro anterior de la disorexia coincide con la irreversibilidad ligeramente reversible del tiempo simbólico, mientras que la sucesión cíclica de la bulimia concuerda con la radical reversibilidad del tiempo imaginario de la magia.

Ahora bien, las diferencias en las (a)tempora-lidades de las dos formaciones, en el fondo reflejan los contrastes en las articulaciones psicopato-lógicas que las definen. La temporalidad de la disorexia no es otra que la (a)temporalidad característica del síntoma que es symbolon -símbolo conmemorativo (Erinnerungnssymbole), decía Freud (1910/1982)-, es decir, una metáfora. Por otro lado, dominadas por una sucesión cíclica, las manifestaciones bulímicas no exhiben la misma articulación (a)temporal del síntoma, de manera que no podrían ser reducidas a éste. Podemos, entonces, con propiedad afirmar que la bulimia no deriva de un retorno de lo reprimido que, operado a través de una puesta en escena de la fantasía, se despliega en el futuro anterior. Caracterizada por la (a)temporalidad circular del recomenzar del pasado en el presente, la bulimia parece animada por la repetición propia del paso-al-acto que, como todo acto, siempre está en relación al comienzo (Lacan, 1968).

No quisiéramos terminar sin indicar el característico funcionamiento encerrado sobre sí mismo que la (a)temporalidad circular facilita. En efecto, la circularidad (a)temporal de las manifestaciones bulímicas parece, al menos parcialmente, explicar la dificultad que Igoin (1989) identificaba en la capacidad de la bulimia para autoperpetuarse hasta "constituir un aislado" (p. 171). Precisamente, uno de los mayores problemas del abordaje de la bulimia es la "irreductibilidad con la que ella es revestida en el discurso de los pacientes" (Apfelbaum & Igoin, 1973, p. 127). En tal sentido, no es inusual que la bulimia se mantenga excluida del proceso terapéutico, perdurando intacta pese a que la cura haya introducido cambios relevantes. La bulimia se encuentra fácilmente dispuesta a hacer de sí "una reserva secreta […] que termina siempre por reconstituir una forma de vivir monopolizante" (Igoin, 1989, p. 172). Así, es probable que toda cura del paso-al-acto bulímico se encuentre siempre confrontada a contemplar una etapa previa que, centrada en la desarticulación de la (a)temporalidad circular de la bulimia, permita su rearticulación en la historia del sujeto.

Referencias

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Correspondencia a: La correspondencia relativa a este artículo deberá ser dirigida al autor a Almirante Barroso 26, Santiago-Chile. E-mail: eradiszc@uahurtado.cl, eradiscz@uchile.cl

Fecha de recepción: Marzo de 2006.
Fecha de aceptación: Julio de 2006.

Esteban Radiszcz. Escuela de Psicología, Universidad Alberto Hurtado. Departamento de Psicología, Universidad de Chile.

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