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Alpha (Osorno)

On-line version ISSN 0718-2201

Alpha  no.23 Osorno Dec. 2006

http://dx.doi.org/10.4067/S0718-22012006000200003 

 

ALPHA Nº 23 Diciembre 2006 (37-56)

ARTICULO

OBJETOS PATRIMONIALES: CONSIDERACIONES METAFÍSICAS

Patrimonial objects: metaphysical considerations

Nelson Vergara*
Universidad de Los Lagos*, Departamento de Humanidades y Arte, Centro de Estudios Regionales, Osorno, Chile.

Dirección para correspondencia


RESUMEN

El artículo tiene como objetivo la determinación de la realidad de los objetos patrimoniales. Para esto revisa, en primer lugar, los caracteres más generales que se hacen presente en ellos en una investigación metafísica: su condición semiológica, estructural y axiológica, tanto a nivel de formalidades abstractas como empíricas. A continuación, se incursiona en su condición metafísica, propiamente tal, determinando su realidad en el contexto de la discusión histórica que enfrenta distintas concepciones de la realidad. En tercer lugar, se lleva al análisis la dinámica propia del patrimonio en esta condición metafísica, destacando tres aspectos claves: su realización como metáfora, su expresión conjunta de emoción y memoria, y termina con algunos alcances que ponen a la vista su propiedad testimonial, lo que por su carácter eminentemente provisional va en forma de anexo.

Palabras clave: realidad, metáfora, emoción, memoria, testimonio, patrimonio.



ABSTRACT
 

The article has as its objective the determination of the reality of patrimonial objects. In order to do this it reviews, in first place, the more general characteristics that are present in them through a metaphysical investigation: their semiological, structural and axiological condition, at the level of abstract formalities as well as empirical. Then, it incurs in their metaphysical condition as such, determining their reality in the context of a historical discussion that confronts differing conceptions of reality. In third place, an analysis of the dynamics of patrimony in this metaphysical condition, underscoring three key aspects: their realization as metaphor, their joint expression of emotion and memory, and it ends with some observations that bring to light their testimonial property, which due to its eminent provisional character is included as an annex.

Key words: reality, metaphor, emotion, memory, testimony, patrimony.


DE LOS CARACTERES DE LOS OBJETOS PATRIMONIALES

En todo objeto patrimonial se distinguen, teóricamente, por lo menos dos dimensiones de realidad. Una de carácter formal, constitutiva; otra de orden empírico, circunstancial. En la primera, el objeto revela su condición genérica: a ella pertenecen los aspectos semiológicos, estructurales y axiológicos del patrimonio; aspectos que hacen de estos objetos, aunque no sólo de ellos, realidades sui generis. Estas propiedades formales, en tanto se presentan como inherentes, son siempre abstractas.

A diferencia de la dimensión anterior, la segunda representa esa condición situacional que hace del patrimonio una realidad histórica: es la concreta referencia a mundos en los que se sitúa y de los que adquiere su realidad efectiva. Estas propiedades conectan al objeto con el devenir humano, circunstancia en que se realizan todas sus notas y por la que ninguna de ellas puede ser absoluta. Es claro que la realidad total del patrimonio emerge siempre de la conjunción e interacción de ambas dimensiones. En ellas y en sus articulaciones concretas se van constituyendo las condiciones de realidad y, consecuentemente, según la terminología en uso, las posibilidades de realización material o inmaterial. Veámoslo por partes.

1. Desde sus dimensiones intrínsecas, el patrimonio consiste, en primer lugar, y para todos los casos, en algo que se presenta como un signo. Esta determinación es importante, porque establece, desde el punto de partida, que todo patrimonio se caracteriza por ser una entidad concreta, sustancial, dotada de una fuerza señaladora, que apunta a “otra cosa”. Tal referencia tiene un modo específico de manifestación que permite delinear sus áreas e identificar el objeto, sea diferenciándolo internamente en sus formas, por ejemplo, como patrimonio natural, social, cultural, etc., así como también externamente, distinguiéndolo de todo aquello que, compartiendo su carácter de signo, puede no ser patrimonio: un medio de comunicación, una obra de arte, un vestido, por ejemplo. Por esto nos parece que, en cuanto signo, el patrimonio no es, sin más, un signo cualquiera. En este trabajo lo asumimos como uno de aquellos signos que Paul Ricoeur denomina un símbolo: esto es, uno de esos signos que poseen un doble sentido, no en el plano que revela equivocidad, sino en aquel en que algo dotado de un sentido digamos “primario”, remite a un sentido “secundario” en el que se cumple el sentido total. “Querer decir otra cosa que lo que se dice, he ahí la función simbólica”, afirma Ricoeur (Freud, una interpretación de la cultura, 14). Y es por esto que el objeto patrimonial reclama siempre de una interpretación: su condición simbólica no puede darse sino en ella.

Al respecto, el pensador francés afirma que “la interpretación se refiere a una estructura intencional de segundo grado que supone que se ha constituido un primer sentido, donde se apunta a algo en primer término, pero donde ese algo remite a otra cosa a la que sólo él apunta” (15). Por esto, destaca la conveniencia de acotar su definición, sosteniendo que restringe “la noción de símbolo a las expresiones de doble o de múltiple sentido, cuya textura semántica es correlativa del trabajo de interpretación que hace explícito su segundo sentido o sus sentidos múltiples” (15). Así, dirá que hay símbolo “cuando el lenguaje produce signos de grado compuesto donde el sentido, no conforme con designar una cosa, designa otro sentido que no podría alcanzarse, sino en y a través de su enfoque o intención” (18). Precisando esto, Ricoeur dirá que es muy importante entender que símbolo e interpretación se dan correlativamente. Por tal razón insistimos en ello con un texto que nos parece clave:

Diré que hay símbolo allí donde la expresión lingüística se presta por su doble sentido o sus sentidos múltiples a un trabajo de interpretación. Lo que suscita este trabajo es una estructura intencional que no consiste en la relación del sentido con la cosa, sino en una arquitectura del sentido, en una relación de sentido a sentido, del sentido segundo con el primero, sea o no una relación de analogía, sea que el sentido primero disimule o revele al segundo. Es esta textura la que hace posible la interpretación, aunque sólo el movimiento efectivo de la interpretación la ponga de manifiesto. (Ricoeur 19-20) [Las cursivas son suyas].

 

 

 

 

Nos queda, sin embargo, precisar un asunto clave: ¿Cómo abordar el estudio de los símbolos? Para esto recurrimos a una estrategia de Ricoeur mismo: el símbolo posee distintos niveles de profundidad, siendo el más cercano y evidente el que lo traspone en metáfora. En cuanto expresión de un lenguaje, la metáfora constituye la superficie más visible y, por lo tanto, manejable del símbolo. Por esto, en la descripción de las notas esenciales de la estructura del patrimonio identificamos a la metáfora como su constitución fundamental y es en torno a ella que elaboramos parte de estas conjeturas (Ricoeur: 66 y ss.). El principio que nos guía es la hipótesis que sostiene la función mediadora entre la metáfora, el símbolo y la experiencia humana. Así, según Ricoeur:

El símbolo está vinculado en un modo en que la metáfora no lo está. Los símbolos tienen raíces. Los símbolos nos hunden en la sombreada experiencia de lo que es poderoso. Las metáforas son sólo la superficie lingüística de los símbolos, y deben su poder de relacionar la superficie semántica con la presemántica que yace en las profundidades de la experiencia humana, a la estructura bidimensional del símbolo (82).

 

 



2. Lo anterior es, con toda probabilidad, un hecho básico que condiciona todos los demás caracteres del objeto, aunque –como se ha dicho antes– no es de la exclusividad del patrimonio. De conformidad con la concepción de Jan Mukarovski (1972 21-26), otros objetos, como las obras de arte, también lo ostentan. Y como no todo objeto patrimonial es, a lo menos primariamente, un objeto artístico ni viceversa, va a convenir luego, establecer algunas consideraciones que permitan diferenciarlos. Por lo pronto veamos un segundo aspecto formal que puede ser observado en todo objeto patrimonial así como también, de acuerdo con Mukarovski, en toda obra de arte y, en general, en todo objeto: su condición de estructura objetiva.

Tal dimensión estructural tiene propiedades de gran significación que, en primer término, permiten comprender el patrimonio como un hecho complejo, una totalidad constituida de partes o elementos que se articulan entre sí y con el todo de que forman parte, tanto interna como externamente, según veremos, y cuyas correlaciones están determinadas por ciertas constantes que actúan al modo de dominantes. En segundo lugar, la estructura se revela como un sistema de correlaciones objetivas, que se instalan y reconocen allí como propio y no como producto de la subjetividad o de la vida interior. Por esto, sostenemos que el objeto patrimonial es, igual que las obras artísticas, irreductible a cuestiones de tipo psicológico.

Ahora, si bien en lo inmediato nuestro interés no está centrado en los objetos artísticos, la noción de estructura que satisface nuestras expectativas procede de ese ámbito; en concreto, de la Escuela Lingüística de Praga y, en sentido estricto, de la teoría estética de Jan Mukarovski. Según este punto de vista, destacado y analizado en profundidad por O. Belic (1972: 9-19), el concepto de estructura artística, extrapolado por nosotros a toda estructura patrimonial y, en general, a toda estructura sociocultural, designa “el conjunto de elementos, cuyo equilibrio interior se rompe y reestablece sin cesar, y cuya unidad aparece, por consiguiente, como una red de relaciones dialécticas” (en Belic 1972:10). Precisando esta caracterización, J. Mukarovski agrega que tal noción de estructura “está fundada sobre la unificación interior del todo por medio de las relaciones recíprocas de los elementos de aquella; y esas relaciones no solamente son positivas –concordancias y armonías–, sino también negativas –oposiciones y contradicciones–...” (10). Esta convicción es la que justifica al pensador praguense que defina la estructura como “un equilibrio inestable de relaciones” (9), definición que compromete tanto a las relaciones de los elementos entre sí y con el todo de que forman parte, como a las relaciones de este con aquellos y otros todos, relaciones múltiples y complejas por las que se comprende que la estructura, en este caso, patrimonial, una vez creada “no permanece inmóvil, fijada de una vez para siempre” (10).

Dos aspectos nos interesa destacar en este punto. Primero, que las relaciones de los elementos en sus interacciones recíprocas, obedecen siempre a una constante:

Se esfuerzan sin cesar por tener ventajas los unos sobre los otros; en otros términos, la jerarquía; es decir, el predominio o la subordinación recíproca de los elementos (que no es otra cosa que la manifestación de la unidad interior de la obra) se encuentra en un estado de reagrupamiento perpetuo. Y los elementos que, en este proceso de reagrupamiento, pasan temporalmente al primer plano, adquieren una importancia decisiva para el sentido global de la estructura (...), el que cambia constantemente como consecuencia de su reagrupamiento (Belic 1972: 10).

 

 




Esta situación es la que hemos señalado previamente bajo el concepto de dominante, categoría que –a juicio de R. Jackobson– designa el elemento focal de una obra. Con esta noción se indican en forma explícita las maneras, contextos y entornos en que la estructura despliega su dinamismo.

A partir de aquí, el segundo aspecto resulta una consecuencia necesaria: el dinamismo de la estructura –según J. Mukarovski– no fundaría sus iniciativas evolutivas en ella misma, como parte de un proceso inmanente, sino en impulsos externos, lo que exige entenderla como un sistema relativamente abierto (o relativamente cerrado) a estructuras mayores con las que instaura sistemas de interacciones; por ejemplo, sistemas sociales o culturales, o estructuras menores (subsistemas) como formas artísticas, tendencias, escuelas, generaciones, etc., o, como en nuestro caso, formas patrimoniales específicas. En este sentido, los objetos patrimoniales están sujetos, también, a transformaciones debido a impulsos provenientes de los entornos socioculturales; en definitiva, históricos, y por esto es que pueden representarlos y dar testimonio de ellos.

A esta estructuración objetiva y compleja pertenecen de hecho las propiedades intrínsecas del patrimonio, aun cuando en muchos sentidos pueden ser también compartidas por otros objetos. Así, reconocemos en la estructura notas clave como su despliegue simbólico-metafórico, su ser temporal o historicidad, su referencia a experiencias vividas en espacios y tiempos plurales, su condición de herencia, su propiedad identificatoria, su requerimiento de cuidado constante, su revelación en términos de rememoración, conmemoración y fiesta, etc.; es decir, todo un conjunto de notas que, al ir concretándose en las circunstancias, van configurando lo que el patrimonio es de manera efectiva. El núcleo fuerte de estas propiedades esenciales nos parece que está constituido por una condición que reúne metáfora, emoción y memoria (en conjunción e interdependencia), condición que, a lo menos en el sentido indicado, ningún otro objeto la ostenta.

3. Pero hay algo más en este plano formal y no es menor o secundario. Nos referimos a la dimensión axiológica. Según esto, toda obra patrimonial revela tal condición de una doble manera; por un lado, al modo de la trascendencia: todo objeto patrimonial pugna por alcanzar una dignidad superior a la que tendría como mero objeto, como algo puramente dotado de existencia; por otro lado, a la manera de las entidades dinámicas: el patrimonio es movimiento hacia aquello que es digno de ser conservado o preservado en una escala de importancias, y que, emergiendo de los oscuros dominios de la sensibilidad, aspira alcanzar los claros perfiles de lo espiritual, ámbito en el que el objeto adquiere la fuerza patrimonial (la resonancia afectivo-intelectiva) que le permite luchar contra toda forma de olvido, sin garantías, claro, de triunfar frente a este o frente a la ingratitud. En estos ámbitos axiológicos, lo que hace distinto al patrimonio de otros objetos como las obras de arte, radica en el fuerte lazo de compromiso colectivo de la comunidad respecto de su herencia histórica y sus tradiciones, su radical sensación de pertenencia. La obra artística, por el contrario, parece tener una autonomía mayor, pero que nunca puede alcanzar la fusión colectiva propia de lo identitario (cultural), fusión que es dable encontrar en la relación del hombre con sus objetos patrimoniales. Por otro lado, en tanto es creación, la ligazón fuerte de la obra artística parece serlo, en principio, con la subjetividad personal, individual, aun cuando esa subjetividad sea histórica, y la obra de arte, en cuanto objeto estético pertenezca, como dice Mukarovski, a la conciencia colectiva; lo patrimonial, por el contrario, incluido el caso de patrimonios muy acotados (como cuando se habla de patrimonio familiar) y productos de la acción de personas muy identificables, tiene siempre ese rasgo de trascendencia en que lo personal se transmuta en colectivo: en hecho colectivo (signo y estructura), por una parte, y en significatividad o importancia colectiva (valor), por otra.

DE LA REALIDAD DE LOS OBJETOS PATRIMONIALES

Por lo dicho se puede reconocer entonces que “lo patrimonial”, en su triple formalidad y obligada pertenencia a circunstancias concretas, históricas, está ahí como una realidad sui generis. Pero, ¿en qué radica, específicamente, su realidad? ¿De qué hablamos cuando decimos que estamos ante un objeto patrimonial? Con otras palabras: ¿Qué es el objeto patrimonial?

Las respuestas más tradicionales dirán que el patrimonio es un “objeto-cosa-símbolo” encontrable en la objetividad de un mundo entendido como independiente de la conciencia y de la voluntad del hombre, objeto al que se adhiere dicha objetividad concebida como autonomía. Tal es el caso de los realismos patrimoniales. O bien, esas respuestas apuntarán a que el objeto patrimonial se construye por efecto de una donación que el hombre realiza sobre ciertas cosas, otorgándole el estatus o la dignidad de lo patrimonial, dignidad que el mismo hombre puede también, eventualmente, arrebatarle, como cabe pensar en las direcciones del idealismo patrimonial. El patrimonio, manteniendo la nota de autonomía, es, en este segundo caso, una cuestión subjetiva y no objetiva y, como tal, está presente en el discurso tradicional del idealismo y en sus actuales vertientes constructivistas.

Nosotros no compartimos la reducción del patrimonio a estas alternativas; más bien, estimamos que ambas posiciones reductoras simplifican en demasía un asunto que no es simple ni puede ser reducido a elementos simples. Veamos esto en pasos breves y contados.

Según hemos dicho, los objetos patrimoniales presentan, correlacionadamente, propiedades formales y propiedades factuales, y en estas correlaciones descubren su coparticipación en el sentido patrimonial del objeto. En tal situación, toda propiedad patrimonial es siempre algo formal circunstanciado o circunstanciable. Y decimos “coparticipación” no solamente porque correlacionan propiedades, sino porque creemos, también, que el objeto-cosa y los símbolos representados en él (únicos ámbitos reconocidos, a su manera, por la tradición realista e idealista) son solamente una parte de la realidad llamada objeto patrimonial. La otra parte –y esto es lo que nos importa subrayar suficientemente– nos parece que es aquel ante quien, en determinadas situaciones que resultan insoslayables –y, en cierto modo, insustituibles– se ponen de manifiesto. La realidad del objeto patrimonial no reside, entonces, ni en la subjetividad u objetividad entendidas como independencia, sino que en esta triple correlación que compromete, al mismo tiempo, a símbolos, sujetos y mundos. Porque, insistimos, el objeto patrimonial ni es algo encontrable en el mundo, ni es algo emanado de una conciencia o construido por ella. En rigor, no es cosa alguna independiente, sino algo constituido de propio, pero siempre con referencia a alguien ante quien se descubre como siendo o deviniendo en espacios y tiempos concretos.

De esta manera, el patrimonio permite clasificaciones u ordenamientos diversos. Así se habla, por ejemplo, de patrimonio local, regional, nacional, o –como se dice ahora– “de la humanidad”, para referir a magnitudes territoriales. Pero, también, se habla de patrimonio acogiendo dimensiones que apuntan o señalan otras índoles como, por ejemplo, natural, social, cultural, histórica, etc. Combinando estas coordenadas con las de sujetos observantes y los mundos en que estos enraízan tenemos, entonces, que el objeto patrimonial deviene un asunto que reclama múltiples puntos de vista por ser múltiples también sus aspectos. Así reiteramos entonces que, en su triple articulación, el objeto patrimonial no es ni la cosa material que podemos ver en un museo o en la calle, en un paisaje en vivo o en una postal, ni la representación simbólica reconocida en la cosa material, así como tampoco reside en el sujeto-observador entendido como conciencia individual o subjetividad ante la cual algo se presenta como constituido por ella. Al contrario, el objeto patrimonial está –como hemos dicho– en una correlación que incluye símbolos, sujetos y mundos efectivos. Por esto, un mismo objeto-cosa o un mismo símbolo pueden ser o no ser patrimonio en tanto que pertenezca o no pertenezca a determinados sujetos y mundos, por cercanos que estén en el espacio y el tiempo. Y esto es válido tanto para sujetos y mundos tradicionales que parecen congelados en la historia, como para los acelerados y cambiantes mundos contemporáneos.

Pero, ¿dónde y de qué manera, se constituye el objeto patrimonial en dicha correlación? ¿Cuál es el lugar de esta correlación?

Para esto recurrimos, una vez más, a una extrapolación de la teoría de Mukarovski. Según ella, y recogiendo lo pertinente establecido hasta aquí, el objeto patrimonial es un objeto histórico que surge y se desarrolla en un medio cultural cualificado y, por lo mismo, sólo funciona en relación con ese medio. Por esta razón, todo patrimonio tiene que darse con relación a un fondo o trasfondo de tipo tradicional en el que tanto el objeto como las tradiciones se actualizan de acuerdo con sus grados de vigencia; esto es, de acuerdo a su condición social. Pero una cultura, dice Mukarovski, no está nunca suspendida en el vacío, sino sustentada por una colectividad, y es esta colectividad, que tampoco es algo unitario, “la que da a la evolución de la cultura su orientación” (1971:72). De aquí la necesidad de indagar en el ámbito de la relación “patrimonio-sociedad” el lugar en que las realidades patrimoniales hallan su sitio propio, pues se encuentran en determinados estadios de evolución y se constituyen cada vez sea en el modo de coherencias y armonías relativas, sea en el modo de antagonismos y contradicciones relativas. Por esto, hay momentos en que los patrimonios y las sociedades pueden revelar relaciones profundas o superficiales, directas y más o menos plenas, o indirectas y distantes. Sin embargo, la relación está siempre presente. Algunas referencias a esta condición social del patrimonio podemos mencionar aquí, siguiendo las indicaciones de Mukarovski.

En primer lugar, el hecho de que todo objeto patrimonial o es un texto en sentido estricto o se manifiesta como si lo fuese; esto es, está siempre abierto a la posibilidad de múltiples lecturas, lo cual quiere decir que –en su base más esencial– el patrimonio es una construcción de lenguaje; en sentido indirecto, es una “lengua”, o sea, un sistema de usos verbales o de otra naturaleza que se manifiesta como signo, o símbolo, o metáfora. En tanto lengua cumple con mayor o menor efectividad la función social de servir de medio de comunicación entre los miembros de una colectividad o entre ellos y otras colectividades. Y en este plano, el patrimonio es notoriamente un medio de contacto o de distanciamiento social, de identidad o de diferencia. Por esto, el objeto patrimonial “habla a” o “habla de” relaciones específicas, las manifiesta o las silencia, las devela o las encubre, las verifica o las deforma, hasta que sectores de la colectividad, o colectividades en su conjunto, deciden un curso de acción.

En segundo lugar, todo patrimonio –al entroncarse y hundir sus raíces en la vida social– tiene que definirse con relación a algo presente en la vida colectiva, desde el que se aprecia el objeto, incorporándolo o separándolo de lo que ella, la colectividad, estima como patrimonial. Y este algo no puede ser sino un determinado esquema normativo, por tanto, un sistema nocional y axiológico que opera como filtro para las impresiones provocadas por los objetos, en orden a decidir sobre su condición. Por esto, reiteramos que el esquema no puede pertenecer, por principio, a la conciencia individual, sino a la conciencia colectiva. A este esquema, en verdad plural y diferenciado socioculturalmente –y que aplicado a la obra artística Mukarovski llama “objeto estético”– llamamos nosotros, aquí, objeto patrimonial. Por esto, su dinamismo histórico, así como también su insoslayable condición axiológica. Y por esto, también, el objeto patrimonial no permanece estático: cambia cuando la colectividad cambia y contribuye, por lo mismo, a determinar las orientaciones sociales de dichas colectividades, o, como se dirá más adelante, el objeto patrimonial no mira solamente hacia el pasado.

Así, la pregunta es ahora: ¿De qué manera se constituye el objeto patrimonial en la conciencia colectiva? Y aquí es donde interesa formular el sistema. Para esto desarrollaremos consideraciones relativas a lo que hemos llamado el “núcleo fuerte” de las notas o propiedades del patrimonio, esto es, relativas al encuentro o eventual desencuentro entre metáfora, emoción y memoria, y testimonio.

DE LA DINÁMICA DEL SISTEMA PATRIMONIAL

Conviene precavernos, sin embargo, respecto del alcance que para nosotros tienen las referencias de cada una de las notas que constituyen este núcleo. Por esto iniciamos nuestras hipótesis descartando acepciones que nos resultan muy distantes.

En primer lugar, con “metáfora” no queremos señalar un hecho lingüístico encontrable en la experiencia que la identifica con una figura retórica, tal como normalmente la hallamos en el lenguaje literario o científico. Y decimos “en principio”, porque no estamos desconociendo estos usos. Lo que nos interesa es la referencia que indica la radicalidad de la condición humana, en tanto somos en y con el lenguaje; experiencias que conllevan la necesidad de manifestación integral que, aunque la incluye, no se agota en su realización lingüística.

Del mismo modo, en segundo lugar, con “emoción” y “memoria”, que aquí abordamos en conjunto, o mejor dicho, en su conjunción, tampoco queremos indicar modalidades psíquicas de reacción subjetiva, o facultades mentales destinadas a la retención u olvido de experiencias, individuales o colectivas. En verdad, estamos muy lejos de destacar fenómenos psicológicos. Y así, de la misma forma como nos ubicamos respecto de la metáfora, nuestro interés es situar emoción y memoria en el plano de experiencias radicales con el mundo y que, precisamente por esto, son posibles después como realidades psíquicas. Nos referimos a esa instancia o condición que presenta lo humano como carencia radical, como falta, limitación o precariedad que nos constituye y que algunos describen como “enfermedad”2. Entonces, emoción y memoria no forman parte de algo natural, sino que aparecen como reacción a un disminuido y difícil comercio con el entorno, como una reacción funcionalmente adscrita al afán de transformar las circunstancias en mundos en los que se pueda habitar, porque, precisa y originariamente, el entorno no es habitable. En este nivel, cuasi arqueológico, estamos refiriendo un ámbito de reacciones plurales, de expresión, comunicación y elección de experiencias.

Lo mismo debemos decir del valor “testimonial” del patrimonio. No se trata de una evidencia meramente circunstancial u ocasional, que puede dar razón o fe de asuntos humanos en un sentido concreto, sino, más bien, de esa condición genérica que ciertas cosas asumen en su relación estructural con el hombre y que dan fe de sus afanes por apropiarse con sentido del mundo al que se aspira y que, por esto, va dejando huellas que lo atestiguan. El patrimonio es la experiencia misma decantada en el objeto y así la representan.

Pero es claro que una teoría no puede componerse sólo de acepciones descartadas. Lo que sigue pretende circunscribir un sentido positivo en este núcleo esencial que creemos que constituye a todo patrimonio, en cualesquiera de sus formas concretas. Partimos de una experiencia originaria en que la metáfora, la emoción, la memoria y el testimonio se hallarían en su estado germinal. Esta experiencia nos sitúa en el espacio de una radical coexistencia del hombre con las cosas y tiene un rasgo distintivo: no es armónica, sino conflictiva; no es segura, sino incierta; no es evidente por sí misma, sino más bien extraña y enigmática.

Así, según esta experiencia radical, el hombre está desde el inicio abierto a las cosas, a las distintas incitaciones que provienen del entorno y predispuesto a la acción, según la índole de estas incitaciones. Que el hombre se realice como acción, quiere decir que está entramado con las cosas del mundo y condenado a que le importen, por lo tanto, a hacer algo con ellas. Por esto, dice Ortega, que las cosas no son para el hombre primariamente “cosas”, cuestiones independientes y separadas, realidades en sí y por sí, sino “asuntos” en que el hombre anda siempre metido y comprometido, pragmas, entramados de asuntos, por lo que la manifestación más básica de la vida es, eminentemente, pragmática: la realización de finalidades o expectativas más o menos conscientes que dirime entre muchas posibilidades, según la mayor o menor riqueza de la vida. En este sentido, las cosas son importancias, tareas estimadas, empresas proyectadas que el hombre hace realidad efectiva o imaginaria y que median entre él y sus mundos. Las formas y contenidos de su acción están en relación dialéctica con sus proyectos, objetivos y metas que en cada caso se propone, constituyendo así sus mundos en las pluralidades que se van dando en el horizonte del quehacer: mundos del ocio y del negocio, de la comunicación y del aislamiento, de la guerra y de la paz, de la utopía y de la desesperanza, del recuerdo y del olvido; todo esto en un convoluto de quehaceres y motivaciones en los que el tiempo se gana o se pierde en una amplia gama de acciones, de entusiasmos y desganos, de triunfos y de fracasos.

Pero esta trama inexorable que pone en correspondencia hombres y mundos, espacios, tiempos y lenguajes, se realiza siempre como experiencia común. En ella se muestran el quehacer y el pasar cotidiano como producciones en las que se teje y desteje la experiencia, se vive y se desvive, se acrecienta y disminuye, según aumente o decrezca el entusiasmo con que esa experiencia se registre en su historia.

Ahora bien, es sabido que una de las dimensiones más radicales que la vida en común ostenta y moviliza, es la relación o interrelación comunicativa. En ella, los hombres, las culturas, los mundos dicen lo que son en sus cotidianeidades rigurosas, lo revelan o lo subdicen, lo manifiestan o lo ocultan, encubriéndolo en formas enaltecidas o degradadas. Entonces, la vida humana está en la palabra como está en la certeza o en la incertidumbre, en convicciones duras o en dudas poderosas. De aquí que, entre las formas más pragmáticas de interacción esté –desde el origen– el constante afán y esfuerzo por decirlo, el nadar en el lenguaje habitual o en contra de sus corrientes normativizadas, por lo que el hombre tiene que abandonar, cada cierto tiempo, la articulación instrumental que lo entrama con la palabra y asumir la condición de apertura a nuevas posibilidades de acción y de habla; la utopía de nuevas palabras que le anuncien algo así como un horizonte de comunicabilidad en que la experiencia se integre productivamente, poéticamente. En estas zonas de trasgresión renovadora, creemos que se revela la necesidad de la metáfora en la dimensión de metáfora viva en que queremos proponerla.

Así, entonces –y de pronto– en el quehacer cotidiano se descubren dimensiones no rutinarias de las cosas, por tanto, no nombradas o innombradas. Pero hay que decirlas, manifestarlas u ocultarlas, sacralizarlas o desacralizarlas y, para esto, el lenguaje común, recubierto ya de interpretaciones y tradiciones verbales o imaginativas, tiene que ser rehecho, resignificado, sea que refiera a los propios acontecimientos, sucediendo de otro modo, sea que señale a las cosas que pueblan esos acontecimientos: hombres, acciones, mundos o cosas que acceden a nuevas visibilidades, a presencias y ausencias que se enlazan y cohabitan. En este nombrar, que evita o resiste la habitualidad, estimamos que se encuentra el lugar donde la palabra se realiza como metáfora, abriendo nuevos caminos en el lenguaje. “Otras voces, otros ámbitos”, escribió Truman Capote, como título de una de sus novelas. En estos nuevos ámbitos, los objetos reflejan el aura de lo inhabitual, de lo no contaminado por lo banal o insignificante y, religiosos o no, ostentan –a nuestro juicio– la presencialidad de lo sagrado.

DE LA METÁFORA

En un texto pertinente a nuestro propósito, el arquitecto mexicano Fernando Martín Juez escribe: “El patrimonio es una metáfora entrañable: una idea trasladada a un objeto, a una práctica un vínculo, a un modo de hacer que decidimos convertir en medio y en depositario de creencias estimadas” (Patrimonios, 6). Y, luego de una larga enumeración de objetos entre los que destacamos obras arquitectónicas, producciones artísticas, utensilios, tradiciones, usos y costumbres, lugares y templos, gastronomía, indumentarias, signos y símbolos, ritos, mitos, leyendas, etc., Martín Juez agrega que “todos pueden ser patrimonios, ya que más allá de su utilidad directa y ordinaria, son soportes de afectos y vehículos de eventos extraordinarios. Son algo que, hablando de sí, nos hablan también por otras cosas que consideramos especiales” (3). Por esto, afirmamos que la metáfora, en su mayor radicalidad –a caballo entre la manifestación y el silencio– es una experiencia humana que, desde el lenguaje, hacemos con las cosas, con el sentido de las cosas, lo que presenta a la metáfora como un modo humano de ser en el mundo, más que una determinada manera de hablar. A este respecto, Paul Ricoeur ha escrito:

Así, parece que ciertas experiencias humanas fundamentales componen un simbolismo inmediato que preside sobre el orden metafórico más primitivo. Este simbolismo originario parece adherirse a la más inmutable forma humana de ser en el mundo, ya sea asunto de lo alto y lo bajo, los puntos cardinales, el espectáculo de los ciclos, la localización terrestre, casas, caminos, fuego, viento, piedras o aguas (...) Todo indica que la experiencia simbólica pide de la metáfora un trabajo de sentido, un trabajo que aquella parcialmente proporciona por medio de su red organizacional y sus niveles jerárquicos. Todo indica que los sistemas de símbolos constituyen una reserva, cuyo potencial metafórico está por ser expresado (2001:78).

 

 

 




Ricoeur reafirma, así, su convicción de que la relación del símbolo y la metáfora tienen raíces profundas en la interacción del hombre y sus mundos. Ciertas metáforas son tan radicales, dice el pensador francés, “que parecen obsesionar a todo el discurso humano” (78).

Pero, ¿en qué consiste este modo de ser? Por lo pronto, podemos señalar algunas precisiones sin pretensión de sistematicidad. Así, por ejemplo, Ortega en El Espectador (1961) afirma que la metáfora constituye un medio para decir aquello que de buenas a primeras no puede decirse:

Cuando el objeto que intentamos pensar es muy insólito, tenemos que apoyarnos en signos ya habituales y, combinándolos, dibujar el nuevo perfil (...) La metáfora viene a ser uno de estos ideogramas combinados, que nos permite dar una existencia separada a los objetos abstractos menos asequibles. De aquí que su uso sea tanto más ineludible cuanto más nos alejamos de las cosas que manejamos en el ordinario tráfico de la vida (550-551).

 

 



Por lo anterior, resulta importante insistir que la metáfora no es, en el objeto patrimonial, una figura retórica, sino una función de la vida misma. La función de las metáforas, dice Julián Marías, “no es una simple alusión indirecta a los objetos, sino una interpretación de estos, una posición de ellos en determinado escorzo, para hacer asumir a las significaciones –en sí mismas universales e invariables– un preciso valor circunstancial” (1995: 173).

En esta línea se encuentra, también, el pensamiento de M. McLuhan cuando afirma que “estructuralmente hablando, una metáfora es una técnica de presentar o de observar una situación en términos de otra”, destacando formalmente que es una técnica de conciencia, de percepción y no de conceptos (1990:133).

Pero no podemos dejar de mencionar una acepción sobremanera significativa que nos da de la metáfora algo así como su sentido más profundo. Al respecto señala Ortega que la metáfora

escamotea un objeto enmascarándolo con otro y no tendría sentido si no viésemos bajo ella un instinto que induce al hombre a evitar realidades (...) Ha habido una época en que fue el miedo la máxima inspiración humana, una edad dominada por el terror cósmico. Durante ella se siente la necesidad de evitar ciertas realidades que, por otra parte, son ineludibles (Citado por F. Soler 1965:220).

 

 


Ahora bien, de estas experiencias radicales que hemos señalado como experiencias de lo sagrado, símbolos y metáforas pueden avanzar hacia otras formas más específicas como las figuras retóricas, literarias o científicas, pero creemos que aún allí conservan esas referencias que las pueden reconducir, fundamentalmente mediante la relación estética, a esas estructuras que algunos han llamado arquetipos y que representan lo que es arqueológicamente más profundo: los principios; por lo que, de tanto en tanto, las experiencias humanas se vuelven a ellas como un intento de renacer, sacudiéndose las ya gastadas y agotadas formas de vida que la historia va realizando. Por esto, las grandes crisis han importado siempre nuevos derroteros y, con ello, nuevos símbolos, metáforas renovadas, sensibilidades abiertas a otros ámbitos.

DE LA EMOCIÓN Y LA MEMORIA

Pero el patrimonio –ha dicho Martín Juez en un texto que nos interpreta– “es una metáfora entrañable”. Subrayamos el segundo término, porque ahora queremos apuntar hacia los aspectos en que los objetos patrimoniales enraízan con revelaciones poderosas que tensionan la experiencia humana colectiva a niveles superiores de aquellos en que se manifiesta lo habitual y rutinario. De algún modo, toda trasgresión profunda o superficial de la rutina eleva el nivel de emocionalidad; con mayor razón aquella que va a conducir a un acto de patrimonialización, en virtud del cual, una cosa, un lugar, una acción, trascienden su condición de mera existencia para alcanzar aquella en que se revelará como fuente de identidad, de reconocimiento de algo estimable y compartido. De este modo, compartimos con Martín Juez la idea de que los objetos

son más que cosas útiles; son más que una plaza, un templo, un ideograma o una indumentaria que se usan. Las cosas se hacen solidarias con nuestra biografía, con nuestro buen o mal humor, con la esperanza y con la desdicha. Los objetos de todos los días y de los días especiales forman parte de un escenario donde cada cosa adquiere sentido cuando está en proximidad con la otra, y el conjunto provoca afecto o extrañeza, según sea nuestro inventario de creencias y verosimilitudes” (2).

 

 



Este “más” es el que se revelará, precisamente, en su condición de patrimonio, condición que sirve de marco para la presencialidad de la relación entre emoción y memoria.

En el exhaustivo estudio de Ortega, al que nos hemos referido anteriormente, Francisco Soler señala que en las perspectivas tradicionales sobre la memoria se daba por supuesto que lo fundamental allí eran siempre la idea, la imagen, la huella que un hecho cualquiera dejaba grabada en nuestra alma y que, por lo mismo, el recuerdo era considerado siempre desde el punto de vista del conocimiento, es decir, como acción intelectiva. Pero Ortega opera un cambio radical en esta tradición, afirma Soler, y pone el tema en la línea que queremos compartir. De acuerdo a este estudio, Ortega no consideraría al recuerdo como algo intelectual, sino vitalmente. Por ello, hablaría de “reviviscencia”, pero no en el sentido de una “asociación de ideas” o de imágenes puestas ahí delante, o aquí dentro, sino que concreta y efectivamente de un asunto en que se trata de vivir y revivir… emociones. Con las emociones, dice Soler interpretando a Ortega, “el hombre consigue revivir hechos pasados, volver a tener presente “alegrías y dolores” de otros tiempos; las emociones hacen que al hombre le pase su propia vida…”, y le hacen retener lo que le pasa, sea individual o colectivamente (139). “La emotividad es la capacidad que tiene el hombre de tener reteniendo lo que le sucede y pasa (…); por eso el hombre tiene edad, es una edad, por eso tiene experiencia de la vida” (140).

Lo que, según esto, transita, entonces, es la emoción, que puede pasar de un estado de latencia a un estado de recuerdo, de estar allí en el alma como si fuese inerte, a estar viva como recuerdo. “El entendimiento puede captar algo como estando ahí delante, porque previamente la emoción ha hecho su labor, la labor de acarreo; el entendimiento registra lo que la emoción vive; la vida del hombre es (en su más plena radicalidad) una vida emocional o sentimental” (Soler 1965:139), y sólo secundariamente una vida intelectual.

Desde un punto de vista distinto, aunque en rigor pertenece a la misma atmósfera histórica, Norman Brown ha hecho notar que el pensamiento de Sigmund Freud se sostiene en fundamentos comunes a lo que hemos expuesto en relación con Ortega. En su interpretación del psicoanálisis, dice Brown que es un axioma freudiano la convicción de que la esencia conflictiva del hombre no se engendra en problemas intelectuales, sino que en propósitos, deseos, anhelos, y que “el uso frecuente que Freud hace el término “idea inconsciente” puede resultar equívoco. Pero, a su juicio, el punto de vista freudiano se manifiesta en forma inequívoca cuando dice, citando a Freud:

Permanecemos en la superficie mientras consideramos solamente los recuerdos y las ideas. Las únicas cosas que valen en la vida psíquica son, acaso, las emociones. Todas las fuerzas psíquicas son importantes únicamente por su aptitud de despertar emociones. Las ideas están reprimidas sólo porque están ligadas a emociones que no se manifiestan. Sería más correcto decir que la represión concierne a las emociones, pero estas no son comprensibles, sino por su unión con las ideas (Eros y Tánatos, 21).

 

 



Pero la proximidad de ambos pensadores no se reduce a este axioma, como veremos. Por lo pronto, regresemos al planteamiento orteguiano.

Por lo visto, hay un lazo inconmovible entre emoción y memoria; ambas se remiten mutuamente de modo que no es posible la existencia de la una sin la otra: lo que se revive son emociones y estas, a su vez, hacen posible la reviviscencia. Pero no se trata sólo de una cuestión personal o individual de que el hombre pueda tomar contacto consigo mismo sólo reviviendo emociones propias, sino que, también, reviviendo las de otros hombres y de otros tiempos. Y esto sí que es un asunto grave, dice Soler,

porque las emociones, parecía, eran lo que constituían el yo de cada cual y si podemos revivir emociones de otros hombres, de otros tiempos pasados, quiérese decir, visto por un lado, que yo no soy “yo”, que yo soy “nosotros”; pero de otro lado, que el yo, se constituye, está constituido también por las emociones de los demás; en suma, que tomar posesión de todo el sí-mismo (…) implicaría una reviviscencia de todo el pasado humano (140).

 

 



En otras palabras, nuestra vida personal será, al mismo tiempo, social e histórica; el hombre no se agotaría en la circunstancia inmediata, sino que esta circunstancia remite a un pasado desde el que viene y que, por esto, nos importa recordarla, presenciarla, revivirla en el espectáculo que fue. Por tal razón, los patrimonios no pueden ser arbitrarios: su realidad es parte inseparable de la realidad humana en su condición de transitoriedad que quiere ser retenida en sus momentos emocionales decisivos, momentos de los que no podemos escaparnos.

Este carácter no individual, sino histórico, es resaltado también por Freud. Al respecto, N. Brown escribe que “el hecho empírico que constriñe a Freud a englobar toda la historia humana en el área del psicoanálisis es la aparición en los sueños y en los síntomas neuróticos de temas sustancialmente idénticos a los grandes temas (…) de la humanidad” (26). Por esto, concluye Freud, que “el inconsciente reprimido que produce la neurosis (los sueños son en sí síntomas neuróticos) no es un inconsciente individual, sino colectivo” (27). De este modo, dice Brown, la teoría freudiana de la neurosis reenvía a una teoría de la historia y viceversa (27).

De esta manera encontramos argumentos para indagar y para dar razón de las relaciones que hemos puesto a la vista y que se hacen presentes en los objetos patrimoniales; relaciones que apuntan a la emocionalidad, al recuerdo y olvido, a las fuerzas que los desatan o a las fuerzas que permiten o inhiben su reviviscencia, etc. Pero hay algo más de lo que aquí sólo podemos dar una muestra: es la referencia a la condición histórica. Esto nos permite conectar emoción y memoria con la teoría de la metáfora.

Aproximando, a nuestro juicio, a Freud con Ortega, Brown afirma que en la perspectiva del psicoanálisis el “proceso histórico se apoya en el deseo del hombre de convertirse en otra cosa que lo que es. Y (que) el deseo del hombre de convertirse en algo diferente es esencialmente un deseo inconsciente” (30). Por su parte, en “Máscaras”, anejo al texto de su conferencia “Idea del Teatro”, Ortega dice que el hombre se pasa la vida queriendo ser otro y que la única manera posible de que una cosa sea otra es la metáfora, el ser “como” o cuasi ser. “Lo cual nos revela inesperadamente que el hombre tiene un destino metafórico, que el hombre es la existencial metáfora” (“Idea del teatro”, 103). Para esto, el hombre requiere la historia, la permanente posibilidad de revivir la experiencia, para tenerla a mano, para disponer de ella en esa utopía constante que realiza en tanto le va pasando la vida. Y en tanto requiere de esa experiencia viva, eleva a una condición de excepcionalidad ciertas experiencias decantadas en su memoria y emoción colectiva, dándole a esas experiencias las figuras que conocemos como patrimonios. De aquí la identificación. De aquí, también, su valor testimonial. Y, parafraseando a Francisco Soler, de aquí también la imperiosa necesidad de tomar posesión de nosotros mismos mediante “imágenes, palabras, mitos”, formas ya tradicionales que constituyen a todo patrimonio.

Un objeto pasa, entonces, a la condición de patrimonio, cuando vive de la memoria, al tiempo que la suscita y realimenta emociones. Entonces, la experiencia pertenece a un mundo, ayuda a constituirlo y lo pone a disposición mediante el recuerdo, actuando –en la medida de su vigencia– contra lo efímero de las cosas y contra el olvido. La memoria crea una atmósfera de reconocimiento: vivencias rescatadas de ese otro tiempo en el que todo se aniquila. Pero, también, de retención: el patrimonio actúa como una barrera a la disolución y pérdida total, no de un objeto sin más, sino de una experiencia reconocida en ese objeto y simbolizada por él. De aquí que la emoción forme parte necesaria de la vivencia. Por ejemplo, la emoción religiosa en la experiencia de un relicario, de un santuario o de un templo; la emoción de la nostalgia o del dolor en la experiencia de una tumba o de su falta; la experiencia del memorial, tan significativo en nuestra época.

ANEXO A MODO DE CONCLUSIÓN: DEL VALOR TESTIMONIAL DEL PATRIMONIO

Pero no queremos finalizar esta incursión en los ámbitos metafísicos sin referir algunas consideraciones sobre un aspecto crucial del patrimonio y que constituye un enlace con otras condiciones sociohistóricas como son las axiológicas y hermenéuticas. Nos referimos a su constitución testimonial, desde la que se puede iniciar indagaciones que nos retrotraen, al mismo tiempo, a lo más central de su realidad metafísica: las conexiones esenciales y su concreción circunstancial, según las cuales el patrimonio es signo, estructura, valor y situación. Así, conjeturar entonces que el patrimonio nos habla de lo humano en su devenir, en su historicidad, esa realidad según la cual pertenecemos a un lugar y a un tiempo dado y en vista de lo cual vamos siendo nuestros proyectos. En esta trama, ciertas cosas que nos rodean, nos hablan de forma que suscitan el reconocimiento de ser parte de nuestra pertenencia, incluido el ámbito natural y cultural donde estas cosas se dan. El modo de darse y su pasar es, de algún modo, un quedarse en nosotros como nosotros en ellas: como signos o señales, como huellas de algo que ha llegado al ser y puede ser narrado para conservarse o, eventualmente, para ser rescatado del olvido.

Pero la experiencia que se queda atrapada en un objeto patrimonial no es algo que pueda objetivarse de cualquier modo. Por su condición intrínseca, vivencial, está determinada espacial y temporalmente: por un lado, remite a ciertos puntos del espacio; es un ambiente, un lugar, emerge de ese paisaje (natural o cultural) sin independencia, sin autonomía. Por otro lado, rescata vivencias colectivas. El patrimonio está entonces doblemente localizado: en el paisaje del entorno y en el paisaje de la intimidad, puesto o supuesto allí como parte de un mundo compartido.

Pero, también, como parte de ese mismo mundo, sitúa ese allí en las coordenadas del acontecer, de lo que va siendo, pasando-quedando y, por lo mismo, regresando cada vez en los encuentros (o reencuentros) de esa experiencia con nosotros mismos. Es el tiempo largo de la memoria colectiva y de su atmósfera emocional. Por esto, requiere de una constante atención que facilite su permanencia, o permita su regreso con la misma fuerza vital que alguna vez le dio origen. La vivencia es así un constante remitir y remitirse desde el espacio al tiempo, desde el lugar en que se sitúa al devenir que la configura como acontecimiento nuestro. De este modo, sólo en apariencia el patrimonio es puro pasado: mira también al porvenir, al destino ulterior de esa experiencia. Pero es claro que no lo garantiza, ya que en ninguna de sus formas lo es para siempre. Por esto, en la medida en que la apariencia va ganando terreno a su realidad efectiva, la condición patrimonial va desapareciendo y tornándose tiempo sin alma; realidad muda, puras ausencias. Y si ninguna palabra o imagen poderosa vuelve a ponerla en movimiento suscitando en el patrimonio la emoción necesaria, entonces, la realidad del objeto se volverá mera subjetividad y, acaso, durante un tiempo puede vivir como nostalgia de algo que ya no se comprende, como la pura sensación de un vacío sin tiempo. Pero entonces, de la nostalgia sin objeto a la pura indiferencia ya no habrá más que un paso. Muchos han tenido la experiencia de una desolación semejante, donde todo es indiferentemente esto o aquello.

Pero el patrimonio se presenta también como pertenencia y, como tal, nos es legado, entregado, recomendado a nuestro custodia como propiedad a que tenemos derecho, porque nos ha sido dada como una conexión con el mundo al que pertenecemos. Este ser relativo a una circunstancia en la que nos encontramos siempre formando parte del objeto patrimonial, estructura y desestructura los sentidos de las cosas en su interacción con nuestra conciencia patrimonial. Así, podemos sentirnos parte de un movimiento que nos lleva a posesionarnos del objeto como aquello que nos afirma en una realidad incambiable, porque lo sentimos como nuestro pasado. Es la condición que nos hace herederos y nos permite reconocernos. Y en esa herencia descubrimos también, por retroefecto, al otro del que nos diferenciamos, personal o colectivamente, actual o potencialmente. De aquí la dimensión identitaria y testimonial del objeto que nos dispone o predispone a su rememoración o conmemoración y que, desata, eventualmente, nuestra innata disposición a celebraciones: al patrimonio le es consustancial su apertura a la fiesta, bajo cuyas formas y figuras específicas atestigua, también, la realidad que en cada caso le da origen. Por esto, la fiesta, transfigurada en tradición revela, más que nada, su hondo contenido existencial al hacer manifiesta una de las perspectivas más antiguas y constantes de la condición humana: la dialéctica entre jovialidad y dramatismo, entre desganos y entusiasmos. Y acaso sea esta, la fiesta, la condición más profundamente semiológica de nuestra realidad cultural.

NOTAS

1 Este artículo es producto del proyecto de investigación “De islas y fragmentaciones. Poéticas y políticas de los discursos artísticos y culturales chilotes relativos a la identidad de Chiloé en el siglo XXI”, proyecto financiado por Fondecyt para los años 2005-2007, y realizado en colaboración con Sergio Mansilla. Temáticamente continúa, desde otra perspectiva, reflexiones iniciadas en el trabajo “Objetos patrimoniales: consideraciones epistemológicas”, publicado en la Revista Líder Nº 12/2003 del Centro de Estudios Regionales de la Universidad de Los Lagos. Programáticamente, el texto está pensado para continuarse con consideraciones axiológicas y hermenéuticas, actualmente en preparación. Las tres primeras fases son, más bien, teóricas. En la última se realizarán aplicaciones a patrimonios específicos.

2 Por ejemplo, Norman Brown, en Eros y Tánatos. 1967.

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Correspondencia a:

Casilla 933, Osorno - Chile
nvergara@ulagos.cl

 

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