Habrán de ocuparnos aquellas alteraciones de la vida mental que se acompañen o determinen por estados físicos, aunque sea todavía limitada la esfera de acción de nuestros conocimientos y poder terapéutico con respecto a la mayoría de dichos fenómenos.
Emil Kraepelin
La prevalencia anual del trastorno depresivo mayor varía considerablemente entre países, pero ha sido estimada en alrededor de 6%1. Por otra parte, se calcula que el riesgo de depresión a lo largo de la vida es tres veces mayor (15-18%)2, lo que significa que casi una de cada cinco personas experimentará un episodio en algún momento de su vida. Recientemente, la Organización Mundial de la Salud (OMS) calificó a la depresión mayor como la tercera causa de carga de morbilidad en el mundo y proyectó que la enfermedad ocupará el primer lugar en el 20303. Producto de esta predicción, organizaciones internacionales han comenzado a promover la pesquisa y el tratamiento farmacológico de cuadros sintomáticos leves4, siendo los antidepresivos uno de los tipos de fármacos cuyo uso más ha crecido en las últimas décadas5. El resultado de esta estrategia, sin duda, ha producido resultados positivos, siendo, probablemente, el más importante, la disminución en la tasa de suicidios6.
Sin embargo, recientemente se han levantado voces críticas, que ponen en duda que las cifras reportadas correspondan a casos reales de depresión. En este sentido se han mencionado problemas metodológicos, pero también el hecho de que los sistemas clasificatorios actuales no permiten distinguir adecuadamente entre la normalidad y los trastornos mentales al ser aplicados en el contexto clínico7. Otros indican que es más conveniente considerar la depresión como una experiencia -o un conjunto de experiencias- más que como una enfermedad en sí misma8. Esta falta de claridad representa un problema clínico, especialmente al momento de decidir una conducta terapeútica, pero, además, este asunto posee relevancia al nivel científico.
Este artículo plantea que una de las causas fundamentales del problema antes mencionado, es no distinguir adecuadamente entre el estado de ánimo depresivo como síntoma de un proceso -adaptativo o patológico- y la depresión como una enfermedad propiamente tal. Considerar seriamente a los trastornos mentales como enfermedades, en el sentido médico habitual de la palabra, permitiría superar esta confusión. Para ello, se debe tener en cuenta que el diagnóstico no es solo una herramienta para discriminar entre lo que es y lo que no es patológico, sino que, además, debe ofrecer, al menos, dos tipos de posibilidades explicativas; por una parte, la clínica, donde el explanandum es la presentación clínica del paciente en particular9 y, por otra parte, la científica, en la medida en que favorece el desarrollo de un modelo general que reúna los factores causales y los mecanismos responsables de un síndrome. En un trabajo anterior, hemos planteado que la aplicación del modelo biomédico “duro” se erige como una de las alternativas más fructíferas para cumplir este propósito10. En este artículo profundizamos en este asunto, planteando que tal aproximación facilita la tarea clínica y científica de diferenciar entre una manifestación inespecífica (ánimo depresivo), y una enfermedad (etiología biológica y tratamiento científico)
El ánimo depresivo
Las emociones pueden ser descritas como un conjunto de cambios cognitivos, motivacionales y fisiológicos que se desencadenan frente a diversas situaciones ambientales11. Habitualmente, se les clasifica según el estado de activación (arousal) y el bienestar subjetivo (valence) que provocan en el sujeto12. Cuando las emociones se prolongan en el tiempo, tornándose menos dependientes de los estímulos externos y se hacen más fácilmente conscientes, se denominan comúnmente como estados de ánimo13, los que, a su vez, influyen sobre los procesos cognitivos relacionados con la toma de decisiones y los comportamientos adoptados como reacción al medio.
En conjunto, la investigación acerca de la neurobiología de los estados de ánimo ha demostrado que estos están regulados por regiones cerebrales como la corteza cingulada anterior (ACC), el hipocampo, la corteza insular y la amígdala, que funcionan como núcleos (hubs) incorporados en redes neuronales14,15. No es sorpresivo, por lo tanto, que estas áreas de la corteza prefrontal y del sistema límbico están también implicadas en la neurobiología de los trastornos depresivos16.
Las personas manifiestan en cada momento la expresión combinada de su estado de ánimo basal y de sus reacciones emocionales al ambiente. El ánimo predominante será el resultado aditivo de experiencias emocionales sucesivas, las que, a su vez, están amplificadas o inhibidas por el ánimo basal17. Esto implica el establecimiento de una relación bidireccional entre experiencias emocionales discretas y estado de ánimo basal. Con el tiempo, el estado de ánimo se modifica según la información proveniente del ambiente-y las probabilidades de amenazas o recompensas- y la propia capacidad de adaptación y autorregulación17.
Ahora bien, a pesar de que el estado de ánimo depresivo se considera muchas veces como una condición que requiere atención médica, no existe una manera de establecer una diferenciación categórica entre sus expresiones ‘normales’ (o adaptativas) y ‘patológicas’. Desde un punto de vista clínico, las manifestaciones del estado de ánimo depresivo normal y patológico no presentan grandes diferencias entre sí. Los estudios de la estructura manifiesta y latente de los estados de ánimo depresivos apuntan a la existencia de un continuo, que se extiende desde los casos asintomáticos a los síndromes de gravedad18. Por lo tanto, no sería posible establecer un límite en base a la gravedad, duración o número de síntomas19,20. Otros criterios, tales como la repercusión funcional, conductas asociadas, comportamientos de riesgo o búsqueda de ayuda, tampoco consiguen delimitar la formas clínicas de las no-clínicas de la depresión21.
En las siguientes secciones planteamos la hipótesis de que el estado de ánimo depresivo es una manifestación inespecífica, exhibida en situaciones de normalidad y patología y que por sí misma no es suficiente para plantear el diagnóstico de enfermedad en el sentido médico de la palabra. Así, el estado de ánimo depresivo -con sus características de anhedonia, baja energía, pesimismo y cansancio- podrían explicarse como el resultado de experiencias desventajosas o de la expectativa de que se sigan presentando, como también de enfermedades médicas22 o características psicológicas que predispongan al sujeto a mayores dificultades para enfrentar el entorno. En ninguno de estos casos, el ánimo depresivo sería patológico en sí mismo, sino más bien la manifestación de un proceso adaptativo, que estaría cumpliendo la función de reorientar los recursos del sujeto hacia conductas o ambientes más favorables. El problema, entonces, está en poder reconocer clínica y científicamente cuándo y de qué manera, este estado se torna patológico.
Ánimo depresivo como síntoma de enfermedad
La experiencia y la conducta cotidiana de los seres humanos en el mundo está influida por su estado de ánimo. La habilidad de generar estados de ánimo proviene de una larga herencia evolutiva y estos sirven como importante mecanismo afectivo de adaptación al medio23. En una primera aproximación, las emociones normales y anormales podrían distinguirse determinando si estas son esperables y adaptativas en las circunstancias en que se encuentra la persona, incluyendo la intensidad y duración del estado de ánimo depresivo. Esto se vinculará, además, con el grado de discapacidad funcional y de interferencia con el funcionamiento habitual que provoca en el individuo24.
La propuesta del harmful dysfunction parece reunir los elementos citados. De acuerdo con Jerome Wakefield, la definición de un trastorno mental debe incluir elementos que indiquen tanto la presencia de una disfunción (es decir, el fallo de un mecanismo diseñado de forma natural), como un impacto negativo significativo provocado por esa disfunción en términos de malestar o deterioro25. Esta propuesta no está libre de dificultades, principalmente, por tener que decidir de modo arbitrario, qué constituye una causa suficiente o cuándo una respuesta es proporcional o adaptativa. Un ejemplo de esto lo constituyen los procesos de duelo, situados en un continuo normalidad-anormalidad, o la depresión asociada a enfermedades médicas que plantea la equivalencia de procesos biomédicos y psicosociales
Ahora bien, aun si aceptáramos la propuesta de Wakefield y los criterios señalados, e incluso si pudiéramos reconocer instancias en que la depresión se presenta como un síntoma patológico, la pregunta ahora sería ¿de qué enfermedad forma parte? ¿Se trata en realidad de una entidad heterogénea, pero con un vínculo etiopatogénico entre las distintas expresiones clínicas? o ¿es el estado de ánimo depresivo una alteración inespecífica presente, indistintamente en cuadros no relacionados entre sí?
En oposición a las principales teorías de su época, Emil Kraepelin, padre de la psicopatología moderna, no creía que determinados síntomas fueran característicos de enfermedades específicas. Como señala: “el mayor problema aquí radica en que puede existir una sobrevaloración de un determinado síntoma, resultando en la acumulación, en un grupo, de todos los casos que tienen en común ese síntoma”. La observación clínica llevó a Kraepelin a la hipótesis de que las combinaciones específicas de los síntomas y su curso temporal permiten identificar un trastorno mental concreto, a pesar de sostener, a la vez, que su origen es el mal funcionamiento biológico y genético.
En el caso de la depresión, es importante indicar que el diagnóstico se hace por la presencia de un ánimo depresivo, en presencia de otras manifestaciones acompañantes y por su evolución temporal, siendo importante también la repercusión funcional del cuadro y la detección de posibles factores causales, sean estos de tipo psicosocial o la existencia de enfermedades, pero no por distinciones semiológicas entre el ánimo depresivo normal y patológico en sí.
Todo lo anterior es reminiscente de lo que se ha llamado el modelo médico mínimo, posiblemente predominante en la actualidad. Este modelo consiste en pensar en las enfermedades como agrupaciones de síntomas que se presentan conjuntamente y evolucionan de manera característica, incluyendo la respuesta al tratamiento y simplemente se asume un proceso patológico subyacente que no requiere ser identificado. Sin embargo, este análisis puramente descriptivo del modelo médico mínimo, al no identificar ni describir en qué consiste la disfunción que subyace al ánimo depresivo patológico, no permite superar las insuficiencias del sistema clasificatorio actual basado en síntomas, ni tampoco mejorar el diagnóstico. Lo anterior podría tener como consecuencia la inclusión de falsos positivos, la sobremedicalización o hasta la falta de respuesta al tratamiento farmacológico.
Depresión como enfermedad
Volviendo a Kraepelin, este autor buscó establecer el estudio de los trastornos mentales como una ciencia clínica con un fuerte trasfondo empírico. Su hipótesis central es la existencia y accesibilidad científica de las “entidades naturales de enfermedad” (natürliche Krankheitseinheiten) en psiquiatría26. La anatomía patológica, la etiología y la sintomatología clínica, incluyendo el curso a largo plazo de la enfermedad, deben converger necesariamente en las mismas “entidades naturales de enfermedad”, simplemente porque son tipos naturales, detectados y no construidos por la investigación27.
Sin comprometerse con la enfermedad como un tipo natural, la OMS, no obstante, define enfermedad como una “alteración o desviación del estado fisiológico en una o varias partes del cuerpo, por causas en general conocidas, manifestada por síntomas y signos característicos, y cuya evolución es más o menos previsible”. Si bien se puede asumir que toda alteración de la fisiología debe tener una causa física subyacente, lo importante de esta definición está en la alteración del funcionamiento de un proceso biológico sin limitación de su etiología.
A diferencia del modelo biomédico mínimo, el modelo biomédico duro busca precisar las causas de las enfermedades y establecer los mecanismos que relacionan a estas con la desviación del estado fisiológico y con la expresión clínica de la entidad. En este sentido, “se aleja del concepto de enfermedad como historia natural para acercarse al concepto de enfermedad como proceso físico destructivo subyacente a los signos y síntomas”28. En el caso de la depresión, no se trataría solo de identificar las causas o factores causales, o el modo en que se genera el estado de ánimo depresivo, sino cuál es la alteración neurobiológica específica que impide que este cumpla una función adaptativa.
La disminución de la disponibilidad de monoaminas en el espacio sináptico y el aumento en la concentración plasmática del cortisol son, posiblemente, las alteraciones fisiopatológicas que con mayor frecuencia se han reportado en sujetos con depresión29. Sin embargo, estos hallazgos no explican la generación ni la variabilidad de los síntomas, como tampoco los diferentes patrones de respuesta al tratamiento farmacológico29.
Más recientemente, se ha demostrado que el estrés crónico provoca una disregulación de la inmunidad innata y adquirida en los pacientes con depresión30. En el cerebro, el aumento en la liberación de citokinas inflamatorias disminuiría la síntesis de serotonina -neurotransmisor clave en la regulación del estado de ánimo- y a su vez, aumentaría la producción de kinurenina (con efecto neurotóxico) y de ácido quinolínico (con efecto antagonista en los receptores NMDA31). Este desbalance de la actividad glutamatérgica afecta el funcionamiento de los ganglios basales32, induciendo un conjunto de comportamientos conocidos como “sickness behavior”33, los que incluyen la disminución de la actividad psicomotora y de la ingesta de agua y alimentos, sensación de fatiga y letargo y alteraciones cognitivas y del sueño.
El cerebro se adapta continuamente a los cambios en el ambiente, modificando la conectividad entre neuronas a pequeña y gran escala. Esto es lo que se conoce como plasticidad neuronal y es la base biológica de la memoria y el aprendizaje y de los cambios conductuales, incluyendo la capacidad de modificar el estado de ánimo. En respuesta a la neuroinflamación, la microglía -principal célula inmune del sistema nervioso- se activa y aumenta en número, liberando moléculas que disminuyen la plasticidad sináptica y el trofismo neuronal. Esto último está relacionado con los déficits de aprendizaje y memoria observados en la depresión34, y con la atrofia y el deterioro del funcionamiento de las regiones corticolímbicas implicadas en la regulación del estado de ánimo y las emociones.
Se postula que el deterioro de la plasticidad neuronal afecta el procesamiento afectivo, induciendo sesgos cognitivos, como por ejemplo, valoraciones negativas del si mismo, del entorno y del futuro; y una atención y memoria preferentes para los estímulos negativos. Esto mantiene un afecto negativo elevado, y disminuye las posibilidades de que sea modificado por nuevas experiencias35. Aunque las explicaciones psicológicas y neurocognitivas de la depresión no se han unido con los hallazgos de la neuroplasticidad en una única teoría integradora, la investigación sugiere que el tratamiento antidepresivo farmacológico o psicoterapeútico ejerce sus efectos beneficiosos mejorando la señalización trófica en la plasticidad neuronal y sináptica18.
La latencia en el efecto clínico de los antidepresivos es consistente con la hipótesis de que su mecanismo de acción se debe a la reconfiguración de circuitos neuronales, por medio de procesos transcripcionales y de remodelación de la cromatina36. Estudios más recientes se han centrado en la expresión y señalización del BDNF, un factor crítico de la plasticidad neuronal37 y relacionado con el mecanismo de acción de los fármacos antidepresivos38 los que actuarían facilitando la unión de BDNF al receptor TRKB39. Especialmente, la administración intravenosa de una dosis baja de ketamina, que se une directamente a TRKB37, desencadena una rápida respuesta antidepresiva en pacientes previamente resistentes al tratamiento40–42. En conjunto, la evidencia sugiere que tanto los cambios en la conectividad sináptica (plasticidad), como la facilidad de inducción de futuros cambios a largo plazo (metaplasticidad), pueden ser críticos para establecer y revertir un estado de comportamiento depresivo45.
Diversos factores causales estresantes, interactuando con factores individuales predisponentes, desencadenan un cambio transitorio en el estado de ánimo, generando un ánimo depresivo como una respuesta adaptativa. La mayor gravedad de los estresores, experiencias previas del sujeto o factores genéticos predisponentes, podrían desencadenar un estado de neuroinflamación, disminuyendo la plasticidad neuronal y limitando la posibilidad del cambio anímico y conductual del sujeto, además de reforzar sesgos cognitivos negativos. La presencia de esta alteración neurobiológica en sí es lo que caracterizaría a la depresión como una enfermedad.
Conclusión
En este artículo hemos intentado presentar una distinción entre las manifestaciones inespecíficas del ánimo depresivo y la depresión como enfermedad. Hemos propuesto que diversos factores causales estresantes interactuan con predisposiciones individuales para desencadenar un cambio transitorio en el estado de ánimo. En este sentido, la producción de un ánimo depresivo sería una respuesta adaptativa. A su vez, mayor intensidad de los estresores (genéticos, sociales, etc.) podrían desencadenar un estado de neuroinflamación que disminuiría la plasticidad neuronal y limitaría la posibilidad del cambio anímico y conductual del sujeto. Hemos propuesto que la existencia de esta alteración fisiopatológica, ausente en el ánimo depresivo normal, ayudaría a categorizar a la depresión como una enfermedad.
Ahora bien, definir el diagnóstico de la depresión como una enfermedad médica debido a una falla en la plasticidad neuronal (modelo biomédico duro) requiere superar serios desafíos; primero, demostrar concluyentemente la alteración neurobiológica en sus distintos niveles (genético, molecular, fisiológico). Segundo, establecer la capacidad de discriminar, en base a su presencia o ausencia, dos poblaciones discontinuas en, al menos, evolución, respuesta al tratamiento y pronóstico a largo plazo. Tercero, disponer de métodos diagnósticos complementarios que confirmen objetivamente la sospecha clínica, evidenciando el deterioro de la plasticidad neuronal.
El diagnóstico de la depresión, basado en este mecanismo neurobiológico alterado, traería importantes consecuencias; si bien seguiría siendo compatible con los criterios diagnósticos actuales, no dependería de manifestaciones clínicas inespecíficas. Desde un punto de vista clasificatorio, se podría distinguir entre la enfermedad depresiva y cuadros adaptativos normales, mientras que la depresión debida a condiciones médicas sería, o no, incorporada en un mismo síndrome, si se comprueba la misma alteración. El caso de la depresión bipolar podría también diferenciarse si se demuestra otra alteración en la regulación biológica del ánimo y a nivel científico, habría una nueva orientación en la investigación de la etiología y el tratamiento de la enfermedad. En el intertanto, asumir el diagnóstico de depresión como una enfermedad, por la prolongación del ánimo depresivo más que por el ánimo depresivo en sí mismo (modelo biomédico mínimo) implica dar mayor importancia a las recomendaciones vigentes, las que señalan que una vez identificado un estado de ánimo depresivo, se debe establecer que el cuadro tenga la duración y gravedad suficientes. La ausencia de un factor causal sería especialmente importante al momento de decidir una terapia farmacológica.