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Historia (Santiago)

On-line version ISSN 0717-7194

Historia (Santiago) vol.53 no.2 Santiago Dec. 2020

http://dx.doi.org/10.4067/S0717-71942020000200561 

Artículos

La Democracia Cristiana chilena ante el “dilema cubano”: Una historia de seducción y rupturas en clave transnacional (1956-1967)1

Rafael Pedemonte* 

*Maître de conférences de la Universidad de Poitiers (Francia). Doctor en Historia por la Université Paris I, Panthéon-Sorbonne y la Pontificia Universidad Católica de Chile. Correo electrónico: rafaelpedemonte@gmail.com

Resumen

La Revolución cubana, percibida en 1959 como un eslabón más de un proceso de democratización en América Latina, suscitó entusiasmo en el Partido Demócrata Cristiano (PDC) de Chile. La aceptación unánime del desenlace revolucionario se resquebrajó en la medida en que el gobierno castrista se radicalizaba y montaba una alianza con la URSS, aunque no todos los militantes democratacristianos se distanciaron de la Isla. Con la llegada de Eduardo Frei Montalva al poder en 1964, su “Revolución en Libertad” fue presentada como un proyecto rival al camino más radical del castrismo, lo que produjo seria inquietud en La Habana. Obligados a tomar partido, algunos democratacristianos desafiaron a la oficialidad del PDC y abogaron por una vía transformadora menos timorata, reivindicando el ejemplo cubano. Estas tensiones en torno al carácter ejemplificador del castrismo cristalizaban las agudas tensiones internas, mientras anunciaban la posterior ruptura que desmembraría al PDC. Sostenemos que una historia transnacional y conectada ofrece un apropiado ángulo de análisis para discernir la compleja articulación entre transformaciones locales e influjos internacionales que determinó estos procesos.

Palabras claves: Chile; siglo XX; Revolución cubana; Partido Demócrata Cristiano; Imperialismo; Guerra Fría; Fidel Castro; Eduardo Frei; Patricio Hurtado

Abstract

Seen in 1959 as an additional piece within the larger democratization process in Latin America, the Cuban Revolution arose general enthusiasm within the Chilean Christian Democratic Party. But its unanimous acceptation declined in the coming years because of the Cuban authorities’ decision to radicalize their revolution and establish an alliance with the Soviet Union, although not all Christian Democrats turned away from the Island. With the beginning Eduardo Frei Montalva's presidential term in 1964, his “Revolution in Liberty” was showcased as an alternative agenda to the radical Cuban path, which engendered concerns in La Habana. Forced to take sides, some Christian Democrats defied Frei's political line and brandished a more determined and transformative route, vindicating the Cuban example. Debates regarding the appropriateness of Castro's model crystallized inner tensions within the PDC and the announced the rupture that would follow. We claim that through a global and connected approach we can better seize the complex articulation of local transformations and international influences that shaped this process of seduction and ruptures.

Keywords: Chile; twentieth century; Cuban Revolution; Christian Democratic Party; Imperialism; Cold War; Fidel Castro; Eduardo Frei Montalva; Patricio Hurtado

–¿No te da miedo vivir con ellos?

–No, ¿por qué?

–No sé… sus ideas podrían contaminar tu fe, hacer que la pierdas. Dicen que la política es mala.

–¡Es importante!

–¿Tú crees?

–Quiero decir, al menos en América del Sur. Allí luchamos por cuestiones decisivas: por el pan, por la tierra… Aquí, hacer política es pelearse entre universidades, hospitales y maternidades católicas y no católicas. En nuestro caso, se trata de pelear por tener todo eso, y para que obtenerlo hay que hacer una revolución.

–¿Comunista?

–Una revolución, ¡eso es todo!”2.

Para adentrarse en la Revolución cubana (1952-1959), así como en los móviles que impulsaron a un amplio conjunto de individuos a sacrificar sus vidas con la esperanza de derrocar a Fulgencio Batista, resulta, a nuestro juicio, fundamental insertar este fenómeno de movilización social en su contexto regional. Estimulados por una serie de transformaciones acaecidas en América Latina, la agenda política de la abrumadora mayoría de los revolucionarios cubanos poco tenía que ver con el modelo socialista que se instauraría a partir de la década de 1960. Se trataba, ante todo, de una lucha de masas contra el régimen existente, en el transcurso de la cual lograron aunarse diversas tendencias ideológicas, prevaleciendo una cierta moderación respecto al modelo que se buscaba implementar. En efecto, en el papel, el “grito de guerra” (rallying cry) común de los rebeldes era restaurar la democracia, encarnada en la Constitución de 1940 que Fulgencio Batista con su golpe de Estado había pisoteado3. Analizar el proceso insurreccional cubano dentro de su escenario continental, así como en función de las conexiones entabladas con otros actores políticos regionales durante la década de 1950 y comienzos de la de 1960, nos ayudará a desentrañar las sensibilidades predominantes antes de que la “Isla de la Libertad” se convirtiera en aliado de la Unión Soviética (URSS) y a desmantelar la enraizada concepción de una revolución cubana propulsada por los principios del comunismo.

En efecto, el enfoque predominante del proceso cubano tendiente a remarcar la radicalidad de la evolución ideológica de la Isla, así como las vinculaciones con otras agrupaciones de la izquierda hemisférica –en particular, las guerrillas– ha eclipsado del análisis los lazos con fuerzas no marxistas, un terreno hasta ahora inexplorado. Supliendo parcialmente esta carencia, en el presente artículo nos adentramos en las conexiones inesperadas que la Democracia Cristiana chilena (DC) mantuvo con los revolucionarios cubanos antes y después de la llegada de Fidel Castro al poder en 1959. A través de los vaivenes de las relaciones entre rebeldes cubanos y militancia democratacristiana nos proponemos esbozar una imagen más acabada del movimiento antibatistiano, así como ampliar la comprensión de la naturaleza ideológica del Partido Demócrata Cristiano (PDC) y de sus militantes mediante las representaciones ambivalentes en torno a los sucesos del Caribe. Esta historia conectada no pretende meramente caracterizar las vinculaciones entre dos estructuras políticas que, por lo demás, se resisten a ser englobadas en bloques ideológicos homogéneos. Nos interesa, más bien, desentrañar las motivaciones de actores tanto chilenos como cubanos a través de un estudio de caso focalizado en las interacciones entre militantes falangistas y representantes de la Revolución cubana.

Veremos que las buenas apreciaciones de miembros del PDC constituyen un testimonio revelador de las convergencias existentes entre las ambiciones de los democratacristianos y los objetivos preponderantes de los rebeldes caribeños, la mayoría de los cuales no estaba familiarizado con el marxismo antes de la huida de Fulgencio Batista. En el PDC, el alba del proceso castrista era percibido con la esperanza alentadora de una anunciada avanzada democrática continental –ya entablada con la huida de Marcos Pérez Jiménez en Venezuela en 1958–, facilitando los primeros intercambios entre la Cuba revolucionada y la tienda liderada en aquel momento por Patricio Aylwin. Observaremos, posteriormente, que el proceso de radicalización del castrismo se esclarece mediante el examen de los lazos entre la administración castrista y la DC, proceso en el cual se generó más de un conflicto, acentuando así las divisiones en el seno del partido chileno. Todo ello mientras que las agendas políticas de Fidel Castro y de Eduardo Frei Montalva –ambas autocalificadas como “revolucionarias”– tendían crecientemente a definirse en oposición al proyecto rival. En efecto, pregonando una agenda avanzada de transformación social –la llamada “Revolución en Libertad”–, la victoria electoral de Eduardo Frei M. en 1964 impuso un duro desafío para los cubanos, que a partir de ese momento debían confrontar su proyecto político con una alternativa reformista que osaba también acuñar el concepto de revolución. Es así como las autoridades caribeñas agudizaron sus ataques verbales contra la fracción mayoritaria y “oficialista” del PDC. Sin embargo, los dardos de Fidel Castro y de los suyos no iban dirigidos al conjunto de los militantes. Los cubanos reconocían la existencia de un “sector rebelde” en el seno del partido –muchos de los cuales integrarían las filas del Movimiento de Acción Popular Unitaria (MAPU), a partir de 1969– e hicieron lo posible por mantener una estrecha vinculación con estos últimos, quienes, en abierto desafío hacia sus superiores, asumieron la defensa del modelo revolucionario ejemplarizado por la “Isla de la Libertad”.

Con todo, pretendemos demostrar, por una parte, que el peculiar carácter de la Revolución cubana es susceptible de ser iluminado mediante un examen de las relaciones ambivalentes entre revolucionarios castristas y democratacristianos chilenos entre 1956 y 1967. Por otro lado, el presente trabajo confirmará que el referente de la Isla constituyó un factor político crucial para entender la evolución del tablero político del país sudamericano, y que, bajo esta lógica, la DC no permaneció inmune al influjo irresistible del castrismo, lo que derivó en el estallido de sonoras tensiones internas. Con ello no aseveramos que la postura relativa a la Cuba de los “barbudos” constituya el elemento desencadenante de las crecientes disensiones en el seno del PDC, que obedecían también a dilemas estratégicos y conflictos de orden interno vinculados a la realidad nacional. Empero, el “factor cubano”, ausente de la mayoría de los trabajos relativos a la DC chilena, sí constituyó un elocuente catalizador de estas desavenencias, a la vez que logró cristalizar las contradicciones, exacerbándolas, incluso, al proponer un modelo radical de transformación social ante el cual resultaba ineludible asumir una posición4. Al embarcarnos en un análisis que requiere una evaluación del impacto de los referentes ideológicos internacionales, reivindicamos la puesta en práctica de una historia global y transnacional de la Guerra Fría, un enfoque embrionario que, sin embargo, ya está dando fructíferos resultados para una mejor comprensión del siglo XX latinoamericano5.

Con el objetivo de articular esta interpretación original, hemos optado por un abanico documental nunca antes recopilado, orientado hacia el análisis de fuentes cubanas recientemente desclasificadas y de testimonios de actores claves del proceso. Junto a una serie de memorias redactadas tanto por actores cubanos como chilenos, en este trabajo articulamos una parte significativa de la reflexión sobre la base de los múltiples reportes diplomáticos almacenados en los herméticos Archivos del Ministerio de Relaciones Exteriores de Cuba (Minrex). A ello hemos sumado entrevistas realizadas a lo largo de nuestras recientes estadías de investigación en La Habana. Si bien la historiografía chilena cuenta con una sólida tradición de estudios relativos a las evoluciones políticas durante la década de 1960 –situación favorecida por un acceso relativamente fluido a fuentes “sensibles”–, no podemos decir lo mismo respecto de la Cuba castrista, donde los investigadores, constreñidos por las directivas oficiales, han tendido a limitarse a la consultación de publicaciones periódicas. El carácter inédito de los fondos consultados en La Habana, así como las circunstancias excepcionalmente favorables que nos han permitido examinar estos documentos, nos ha motivado a ofrecer en estas páginas una aproximación enfocada fundamentalmente en las perspectivas de los actores caribeños.

En efecto, nos hallamos hoy en una coyuntura en particular propicia para brindar una faceta inédita luego de décadas de relativo mutismo. Por una parte, con el paso del tiempo, muchos antiguos guerrilleros o diplomáticos caribeños, hoy retirados, están al fin dispuestos a dar a conocer sus impresiones y compartir sus recuerdos. En cuanto a los documentos del Minrex, no existe una política fija de acceso a los fondos y las autorizaciones a menudo dependen de factores no formalizados. Tuvimos la suerte de conducir nuestras estancias de investigación en momentos favorables –2018 y 2019–, lo que nos permitió aunar un vasto arsenal de informes diplomáticos que conforman la base heurística más valiosa del presente trabajo. Si bien las publicaciones periódicas también ofrecen múltiples luces para esclarecer las cuestiones aquí abordadas, estas no adquieren la misma importancia que los documentos mencionados, pues estas han sido ya empleadas y solo reflejan parte del fenómeno. En efecto, la naturaleza particular de la prensa revolucionaria de la Isla implica que los artículos periódicos hayan sido publicados después de una minuciosa preparación efectuada con el fin de transmitir un mensaje unitario relativo a la política exterior de la Isla. Sin embargo, la realidad era bastante más compleja, mientras que diversas sensibilidades respecto a la DC convivían en el seno del liderazgo cubano. Estas sutilezas, debates, reflexiones y hesitaciones no aparecen reflejados en una prensa siempre preocupada por difundir la imagen de un movimiento revolucionario sin fisuras; mas sí pueden ser trazadas en los reportes del Minrex, así como en los testimonios de los protagonistas vivos de aquellos decenios de 1950 y 1960.

Si bien la mayoría de las fuentes aquí reunidas han sido recopiladas en Cuba, no hemos, por ello, ignorado la documentación chilena, para lo cual acudimos a los Archivos del Ministerio de Relaciones Exteriores y consultamos los muy ilustrativos papeles de Patricio Aylwin, puestos a disposición por su familia en el llamado “Repositorio Digital Archivo Patricio Aylwin Azócar”. A ello se suman entrevistas orales y escritas –José Musalem, Jorge Lavanderos, Alejandro Foxley–, así como memorias de protagonistas de la historia política reciente de Chile. Mediante la reflexión en torno a este conjunto de fuentes, a la fecha escasamente observadas, esperamos dar a conocer una faceta hasta ahora desconocida de las vinculaciones complejas e inusitadas entre la DC chilena y la Cuba revolucionaria.

La Revolución cubana en su contexto: La caída de Fulgencio Batista y la democratización de América Latina

Pocos meses antes de la entrada de los “barbudos” a La Habana, un amplio movimiento insurreccional en Venezuela era coronado por una rebelión militar en contra de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, iniciando así un proceso de democratización y de importantes reformas sociales, incluida una extensiva reforma agraria. La transformación política en Venezuela parecía estar haciendo eco a una tendencia reformista más amplia en América Latina y que comprendía igualmente la caída de Gustavo Rojas Pinilla, en Colombia (1957), la agenda progresista de Jacobo Árbenz, en Guatemala –interrumpida en 1954– y las secuelas de la Revolución boliviana de 1952. No pocos fueron los observadores – incluidos muchos de los rebeldes cubanos– que concebían la lucha contra Fulgencio Batista como una expresión adicional de la avanzada democrática en el continente y que, en consecuencia, ubicaban al militar cubano, gestor de un golpe de Estado en marzo de 1952, en una cadena de tiranías destinadas a una pronta desaparición. Uno de ellos fue el joven militante socialista chileno, Ricardo Núñez, quien hoy recuerda que la victoria de Fidel Castro era interpretada como “casi la continuidad del triunfo de la Revolución boliviana, de las fuerzas democráticas contra el dictador Pérez Jiménez o de la lucha del pueblo colombiano para terminar con la dictadura de Gustavo Rojas Pinilla”6.

En efecto, en el seno de las diversas organizaciones revolucionarias de la Isla, muchos de sus protagonistas proyectaban sus acciones en un cuadro hemisférico general. El Directorio Revolucionario (DR), agrupación insurreccional emanada de la Federación Estudiantil Universitaria (FEU), emplazaba el proceso cubano en un marco continental, como lo dejara claro el carismático líder José Antonio Echeverría al pronunciar un discurso en medio de un acto titulado “Contra las dictaduras en América”: “La lucha en América es una e indisoluble. Quien pelea en Cuba por la libertad está peleando contra cualquier dictadura de América”7. El propio José Echeverría –quien se transformaría en mártir en 1957, luego de un intento infructuoso por acabar con la vida de Batista– se había embarcado en 1955 con un grupo de compañeros hacia Costa Rica, con el afán de sumarse a la resistencia local contra la intervención del nicaragüense Anastasio Somoza8. Posteriormente, en julio de 1956, el dirigente del DR se dirigió a Chile para participar en el Segundo Congreso Latinoamericano de Estudiantes, siendo acogido no por los socialistas o comunistas –como un observador extemporáneo podría asumir– sino por la Juventud Falangista y por los radicales9. Era frecuente, nos cuenta Héctor Terry, antiguo militante del DR y viceministro de Salud en la década de 1990, que en el seno de su organización se efectuase una distinción entre el “socialismo” y la sensibilidad “humanista”, siendo esta última la doctrina privilegiada por el movimiento liderado por José A. Echeverría hasta su muerte en 1957. Su remplazante, Fructuoso Rodríguez, mantuvo un pensamiento similar y una abierta hostilidad hacia Moscú: era un “anticomunista”, reconoce hoy Héctor Terry10.

Bajo este espíritu americanista, aún distante de los debates impuestos por la lógica Este-Oeste, asociar a Fulgencio Batista con el ya mencionado dictador venezolano Marcos Pérez Jiménez, derrocado mediante un proceso de unidad insurreccional sorprendentemente similar al caso cubano (aunque, por cierto, los efectos posrevolucionarios derivarían en diferencias obvias), parecía un ejercicio lógico11. Los observadores internacionales establecían constantes paralelos entre los eventos de Cuba y los de la nación sudamericana12, mientras que muchos revolucionarios de la Isla seguían con interés el proceso de liberación venezolano. El integrante del Movimiento 26 de Julio (M-26), Armando Hart, nota en sus memorias que la noticia del derrocamiento de Marcos Pérez J. lo embargó de tal felicidad que pudo recuperar fuerzas suficientes para continuar soportando sus meses de presidio en Isla de Pinos: “Lo odiaba tanto [–a Marcos Pérez Jiménez–] como odiaba a Fulgencio Batista”13. Por su parte, el activo dirigente del DR, Enrique Rodríguez Loeches, quien redactara un revelador testimonio en 1960, comparaba en sus apuntes los sucesos cubanos con las transformaciones regionales. Al fugarse de Cuba, Fulgencio Batista proseguía “la misma ruta que los demás déspotas de América: Rojas Pinilla, Pérez Jiménez, etc.”14.

El paralelo Cuba-Venezuela se alimentaba, además, de la estrecha colaboración que desde el territorio sudamericano se le brindó a los guerrilleros de la Sierra Maestra. Numerosos representantes del M-26 y de otras organizaciones antibatistianas residían en Caracas, incluido el primer presidente de la Cuba revolucionaria –quien fuera designado por el propio Fidel Castro15–, Manuel Urrutia. Fue también en la capital venezolana donde se firmó el famoso Pacto de Caracas, de julio de 1958, un ambicioso llamamiento de unidad respaldado por once organizaciones de oposición y diseñado para crear un frente cívico revolucionario que tumbara definitivamente a Fulgencio Batista16. La solidaridad con las fuerzas insurreccionales cubanas contaba, incluso, con el beneplácito del presidente de la Junta de Gobierno posrevolucionaria, el general progresista Wolfgang Larrazábal, quien habría autorizado el envío de armas hacia la Sierra Maestra17. Como lo recuerda hoy Elvira Díaz Vallina, quien fuera presidenta de la Federación de Estudiantes de Cuba (FEU) y miembro del M-26 antes de exiliarse en Venezuela para intentar, desde ahí, “irme para la Sierra”, Wolfgang Larrazábal apoyaba la lucha insurreccional en Cuba. Luego de efectuar las gestiones necesarias con sus pares universitarios de Caracas, Elvira Díaz obtuvo la confirmación de la buena disposición del Jefe de Estado venezolano: “El general [Wolfgang Larrazábal] me ha dicho que te va poner en la Sierra”, le confirmaron. No obstante, la caída del otrora líder de la Rebelión de los Sargentos, antecedió el viaje planeado a la provincia de Oriente, lo que le permitió a la joven revolucionaria cubana observar las manifestaciones de solidaridad: “El pueblo de Venezuela se botó a la calle dándole vivas a Cuba, dándole vivas a Fidel, o sea, había una identidad [común]”18.

Ante este cuadro de debilitamiento de regímenes autoritarios, consecuencia de las luchas de un vasto sector de la sociedad sin identidad ideológica definida, no debiera sorprendernos que la DC chilena albergara, en una primera fase, una ostensible simpatía hacia los esfuerzos mancomunados destinados a deshacerse de Fulgencio Batista. Veremos ahora que este entusiasmo inicial, unánime durante el periodo de lucha insurreccional, tendió a debilitarse en la medida en que el gobierno castrista se fue radicalizando, mas jamás desapareció del todo dentro de las filas del PDC.

La DC mira a Cuba: Un entusiasmo inicial que se diluye

El PDC, surgido en 1957, atrajo a vastos sectores de clase media con un discurso de profundo sentido ético y afán renovador19. Ambos componentes parecían resonar con la voluntad de transformación social anunciada por la derrota de Fulgencio Batista, aún desprovista de retórica marxista. El afán reformista del PDC tendió a acelerarse a fines de la década de 1950, desembocando en una paulatina radicalización de sus cuadros y en una postura internacional independiente e, incluso, reacia respecto al dominio estadounidense. El democratacristiano belga Raymond Scheyven, de visita en Chile en 1961, quedó profundamente sorprendido por la retórica de sus correligionarios latinoamericanos, “claramente más a la izquierda que los europeos”, quienes, además, no dudaban en calificar con los peores epítetos a Estados Unidos y al capitalismo, un modelo “que niega la justicia”20.

Cabe destacar que ya antes de 1959 se habían configurado vínculos incipientes entre la falange chilena y los revolucionarios antibatistianos. Es más, los militantes democratacristianos parecían ser los principales intermediarios locales de los cubanos alzados, mientras que el comunismo chileno optaba por mantener mayor prudencia hacia un movimiento que pretendía derrumbar a un Jefe de Estado que, en su pasada administración, había nombrado a dos ministros del Partido Socialista Popular (PSP)21. En sus memorias de vida noveladas, el excombatiente del M-26, Enrique Oltuski, relata su misión en territorio chileno en tiempos de Carlos Ibáñez del Campo (1952-1958): “Casi todos [sus interlocutores] eran socio-cristianos”, mientras que los comunistas chilenos miraban con malos ojos su presencia en la Universidad de Chile, debido a su paso por una institución académica estadounidense. Siempre acompañado de sus “amigos falangistas”, confiaba en que después de su discurso sobre la lucha contra Fulgencio Batista, los comunistas cambiarían su opinión “de que yo era vendido al oro yanqui”. Sin embargo, observa que probablemente “no pensarían que mis ideas políticas fueran tan avanzadas”22. Vimos, también, que el líder estudiantil José Antonio Echeverría interactuó esencialmente con sus anfitriones falangistas durante su estancia en Santiago, a mediados de 1956. La Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile (FECH), controlada por los falangistas a partir de 1955, no tardó en reaccionar ante el asesinato del líder estudiantil cubano en marzo de 1957 y, con el recuerdo vivo de la visita de este último a Santiago, fueron a protestar frente a la sede diplomática de Cuba y emitieron una declaración alabando la “actitud heroica” de quienes murieron junto a José Antonio Echeverría “por la causa de la libertad y de la democracia”23.

Por otro lado, la incipiente Revolución cubana, que con el correr de los años desarrollaría una inclinación hostil hacia las influencias de la institucionalidad religiosa, aparecía en un primer momento como un fenómeno compatible con el cristianismo. Nada anunciaba la posterior ruptura que se desencadenaría entre los “barbudos” y la Iglesia católica. Por el contrario, militancia revolucionaria y cristianismo aparecían como dos sensibilidades afines. No olvidemos que los obispos cubanos habían lanzado un llamado en marzo de 1958 para que Fulgencio Batista renunciara a su afán de poder y convocara a un gobierno de unidad nacional –infringiendo así un duro golpe a la autoridad en ejercicio24. El líder del ya mencionado DR, José Antonio Echeverría, nunca negó su fe cristiana, la que quedó en más de una ocasión reflejada en sus discursos. El periodista francés Claude Julien, reportero en Cuba antes y después de la caída de Batista, mantuvo una mirada interesada en el papel de las organizaciones cristianas, plasmándola en sus escritos. Los militantes de la Acción Católica se encuentran, a juicio del comentarista galo, “muy comprometidos en el movimiento insurreccional”. El presidente de las Juventudes Católicas, Antonio Fernández, es perseguido mediante una orden de arresto, mientras que otros se ven forzados a exiliarse o a integrar el M-26 en la Sierra. Un joven de la Acción Católica, René Fraga, es asesinado en Matanzas, lo que suscita la presencia del obispo provincial en medio de un entierro desafiante, dispersado por las fuerzas represivas25. En cuando al movimiento castrista, Ramiro Sánchez, uno de los pocos insurgentes vivos que participaron en las acciones del 26 de julio de 1953, recuerda que los miembros de su célula revolucionaria fueron todos a la iglesia en Semana Santa, y luego constata que “nunca se le preguntó a ninguno de los miembros de aquella célula si tú eres cristiano, si tú eres marxista, si tú eres materialista”26.

Por otra parte, uno de los más eficaces efectos de propaganda conseguidos por el M-26 fue la llegada a la Sierra Maestra del padre Guillermo Sardiñas, lo que condujo a la publicación de un número del semanario Zig-Zag con una portada en la que se veía a un sacerdote ascendiendo hacia una montaña. Habiendo ya abandonado su parroquia de Nueva Gerona para instalarse del lado de Fidel Castro, el sacerdote se dedicó “a la población guajira [campesina], bautizando, dando primeras comuniones y celebrando bodas”27. El propio Fidel Castro, consciente de la necesidad de mantener la unidad de la población y de evitar gestos susceptibles de ahuyentar a sectores de la sociedad, jugaba con los símbolos religiosos, hasta el punto que a su entrada triunfal a La Habana, en enero de 1959, no fueron pocos lo que hicieron una analogía con la llegada del Mesías. Si bien el “Comandante” no profesaba una auténtica fe cristiana, se lo había visto llevar una cadena con una cruz en sus años de guerrillero. Como le confesara más tarde a Frei Betto, no se trataba de una manifestación de creencia alguna, sino de un regalo obsequiado por una niña a la cual Fidel Castro quería homenajear28.

Este cuadro nos permite entender mejor la positiva recepción azuzada por la Revolución cubana en el seno del PDC. Una carta firmada por el presidente de la tienda, Patricio Aylwin, así como por el secretario general, Alberto Jerez, llegó a manos de Fidel Castro por intermedio de dos representantes del partido –José Musalem y Alfredo Lorca– que habían viajado a la “Isla de la Libertad” en marzo de 1959 para descubrir las “bondades” de la revolución. La misiva incluía una invitación al Comandante “a visitar próximamente Chile”, mientras que destacaba que el PDC había seguido “con sumo interés y admiración la valerosa lucha que Ud. [–Fidel Castro–] encabezó para la liberación del pueblo de Cuba”. Privilegiando una óptica continental para enmarcar el entendimiento de la Revolución cubana, los signatarios calificaban el destronamiento de Fulgencio Batista como “un transcendental paso ganado por América a los tiranuelos que la envilecen” e insistían en la importancia de contar en Chile con la presencia del jefe del Ejército Rebelde, ya que:

“[…] sería de evidente utilidad para la causa de la liberación de todos los pueblos de América y daría ocasión para un beneficioso intercambio de experiencias y opiniones acerca de la mejor manera de asegurar en nuestro continente la plena vigencia de los derechos humanos”29.

La efervescencia de la situación política interna de la Isla impidió el viaje del “barbudo”. Sin embargo, para algunos políticos de la escena local el año 1959 fue una ocasión para compartir con una delegación encabezada por el “número dos” de la revolución, Raúl Castro, quien había sido enviado por su hermano Fidel para ejercer presión durante la V Reunión de Ministros de Relaciones Exteriores de la Organización de Estados Americanos (OEA)30, en un contexto en el cual los fusilamientos de exagentes del gobierno de Fulgencio Batista engendraban críticas crecientes. Junto con el menor de los Castro, aterrizaron en la capital chilena su esposa Vilma Espín –quien entablaría sus primeros contactos con el fin de consolidar las redes de lo que sería después la Federación de Mujeres Cubanas31– y Manuel “Barbarroja” Piñeiro32. Habiéndose reunido con figuras del Partido Socialista de Chile (PSCH), entre ellos Salvador Allende, el joven Comandante fue también agasajado en casa de José Musalem, diputado del PDC, quien, como hemos dicho, había tenido la ocasión de visitar La Habana y de conversar con Fidel Castro33. Participaron en la reunión numerosas figuras falangistas, tales como Patricio Aylwin y Renán Fuentealba, quienes, sin embargo, no pudieron ocultar cierta inquietud ante la radicalidad de las palabras de Raúl Castro34: “Se pegó un discurso en mi casa marxista-leninista absoluto […]. Tomas Reyes se acercó a Renán Fuentealba y a Juan de Dios Carmona y dijeron los tres: ‘¡esto es marxismo puro!’ ”35.

Pero a pesar de las aprehensiones generadas por este encuentro, los lazos e, incluso, la admiración de algunos democratacristianos no se diluyó. Si bien tempranamente el máximo dirigente de la tienda, Patricio Aylwin, empezó a albergar serias dudas, fundadas en la reapropiación política de la Revolución cubana por parte de los comunistas, muchos fueron los que siguieron manteniendo una esperanza36. El propio Eduardo Frei Montalva seguía siendo miembro de honor del Instituto Chileno-Cubano de Cultura (ICCC) a fines de 196037, mientras que no pocos miembros de la DC aprovechaban cada oportunidad surgida para recorrer la Isla38. Como lo ha destacado el joven historiador Matías Hermosilla, la revista satírica Topaze, que adquirió una pronta postura crítica hacia los eventos en Cuba, representaba en sus páginas a Eduardo Frei M. como un aliado de la autoridad castrista39. El aún democratacristiano Jacques Chonchol –quien contribuiría a formar el MAPU en 1969, una escisión de izquierda del PDC– fue enviado por la FAO a La Habana para asesorar a las autoridades de la Isla en la implementación de la reforma agraria. Jacques Chonchol permaneció en Cuba por casi tres años (1959-1962), nutriéndose de una mirada “muy entusiasta de lo que se estaba haciendo”, y suscitando la inquietud del embajador chileno en La Habana, quien se dirigió a los responsables del Ministerio de Asuntos Exteriores a fines de 1962 con un oficio describiendo al futuro ministro como un “adicto” a la Revolución cubana40.

Otros militantes de la DC eran francamente apreciados por sus homólogos cubanos. Tal era el caso de Radomiro Tomic, quien a fines de 1962 seguía figurando en la lista de simpatizantes de la Revolución cubana confeccionada por la Dirección de América Latina del Ministerio de Relaciones Exteriores de la Isla (Minrex), junto a notorias personalidades de izquierda, como Carlos Altamirano y Volodia Teitelboim41. Los cubanos daban cuenta en un informe destinado a preparar la Octava Conferencia de Cancilleres de América Latina de un discurso de Radomiro Tomic, efectuado en junio de 1961, considerado favorable a las pretensiones de la Isla. En esa ocasión, el prominente dirigente resaltó “el avance de Cuba después de la Revolución”, no sin remarcar que las influencias del proceso revolucionario “se están haciendo visibles en Chile”42. Uno de los hombres del PDC que había asumido una permanente y llamativa defensa de la causa revolucionaria en Cuba fue el diputado Patricio Hurtado, quien ejercía como intermediario frecuente entre sus compañeros de partido y sus contactos en la Isla. Ya volveremos sobre el caso de Patricio Hurtado, cuyas simpatías procubanas engendrarían importantes consecuencias políticas más adelante. Basta por ahora con destacar que en 1963, al ser interrogado sobre las figuras democratacristianas que valdría la pena invitar a la Isla para reforzar sus inclinaciones favorables hacia el gobierno castrista, el diputado sugería, sin sorpresas, el nombre de Radomiro Tomic, defensor recurrente del derecho de “autodeterminación de Cuba”. Junto al anterior, Patricio Hurtado hacía también alusión a Alberto Jerez, quien a juicio del signatario del informe, el diplomático cubano Pedro Martínez Pires, aceptaría sin duda alguna la invitación43.

Pedro Martínez Pires, hoy un reconocido periodista y radiodifusor, asumió con tan solo veinticinco años la función de Encargado de Negocios en Chile entre 1962 y 1964, entablando relaciones cordiales con figuras de gran parte del espectro político nacional, desde comunistas y socialistas, pasando por radicales, “gente decente de la Democracia Cristiana” y “conservadores honestos”. Entre los DC positivamente inclinados hacia La Habana, Pedro Martínez Pires menciona al diplomático Enrique Bernstein, “un amigo, una figura muy talentosa [que] […] era de la gente progresista de la Democracia Cristiana”44. Un informe de la embajada confirma dichas apreciaciones al referirse a Enrique Bernstein en términos halagüeños y “cuya posición ha sido siempre honrada alrededor de las gestiones de la Embajada de Cuba”45. Otro democratacristiano que se mantuvo fiel hacia los principios de la Revolución cubana fue el diputado Jorge Lavandero, quien ya había tenido un primer contacto con Fidel Castro antes de su ingreso al PDC en 1963, cuando aún militaba en el Partido Democrático Nacional (Padena)46.

Sin embargo, las relaciones cordiales, y por momentos entusiastas, entre los chilenos democratacristianos y La Habana tendieron a deteriorarse con el correr de los años. El acercamiento de la Isla con el mundo del Este y la adopción del socialismo como doctrina de Estado alienó sin duda a ciertos sectores del PDC –aunque, como lo observaremos después, el encanto por la gesta cubana no desapareció del todo. Con la llegada de Eduardo Frei Montalva al poder en 1964, el proyecto liderado por el nuevo presidente de Chile, englobado en la divisa “Revolución en Libertad”, comenzó a ser presentado como una alternativa directa al proyecto transformador autoritario de Fidel Castro, acentuando así las diferencias entre la organización política detentora de las riendas de La Moneda y las autoridades caribeñas. No obstante, y a pesar de los constantes ataques de Fidel Castro en contra de Eduardo Frei M., los consejeros cubanos nunca cesaron de sugerir a sus superiores el mantenimiento de una cierta prudencia para evitar una ruptura definitiva con la DC.

La DC para los cubanos: Entre “instrumento imperial” y aliado necesario

Los discursos públicos de las autoridades cubanas, a menudo envueltos de una retórica agresiva, no deben ser vistos como un reflejo exacto de la política internacional de la Isla, que definió una diplomacia bastante más sutil de lo que las palabras podrían hacernos creer. Los analistas cubanos tenían conocimiento de las diversas inclinaciones que cohabitaban en el PDC y definieron desde temprano una estrategia para seguir cautivando a los sectores más cercanos a la izquierda. Es así como uno de los delegados de la Embajada en Chile insistía en abril de 1960 en una comunicación con Miguel Ángel Duque de Estrada, jefe del Departamento de Asuntos Latinoamericanos perteneciente al Minrex, en que “tenemos que llegar a otros círculos”; “no sacamos nada con estar convenciendo a socialistas y comunistas de que la Revolución cubana es positiva”. El signatario se refería también a un colega de la Embajada, un tal Julio Maltés, quien “es católico y casi democratacristiano”, afinidad política que ha resultado ser favorable para los intereses de Cuba. En efecto, después de una serie de tratativas, “le conseguimos una entrevista a Julio Maltés en Última Hora47, durante la cual “se recalcó que Julio era católico, cosa bastante importante por estos lados. […] A él no le pueden decir que es comunista”. Posteriormente, el documento de la sede diplomática ponía de relieve el hecho de que dirigentes de la Federación de Estudiantes de Chile fueran invitados a Cuba, gesto ponderado como “una excelente medida, pues el Presidente es democratacristiano y a esa gente es a la que hay que convencer y afirmar”48.

No debemos reducir este tipo de comentarios a una simple voluntad propagandística. Destaquemos que en esos primeros meses de revolución, los vínculos con la DC chilena obedecían, también, para algunos, a una auténtica afinidad ideológica. Si bien es innegable que la radicalización del gobierno castrista se efectuó a ritmo acelerado a partir de la huida de Fulgencio Batista, aun a fines de 1959 una figura prominente del M-26, Carlos Lechuga – embajador en Santiago y futuro representante de la Isla ante Naciones Unidas –, estimaba que la DC constituía el partido que “ideológicamente está más cerca de la Revolución cubana y en el cual encontrará en consecuencia nuestro gobierno en dicho país la mayor comprensión y ayuda”49. Con la finalidad de “captar simpatías y procurar la inclinación a favor nuestro” de sectores de la DC y del Partido Radical, los que son llamativamente etiquetados como “fuerzas de izquierda moderada”, era necesario mantener a la organización de Eduardo Frei Montalva “en la línea de respaldo a nuestra causa como hasta ahora”50, destacaba un informe cubano a fines de 1959.

Con el pasar de los meses y la consolidación en las esferas de poder en Cuba de los sectores más afines al modelo comunista, el interés por la DC chilena en su conjunto tendió lógicamente a diluirse. A partir de la segunda mitad de la década de 1960, los observadores políticos caribeños comenzaron a distinguir entre dos corrientes distintas: “una derecha de la DC” y una mayoría reformista con fuerte presencia en las bases, en palabras del ya mencionado Pedro Martínez Pires. Para el veterano periodista y antiguo diplomático, la juventud democratacristiana, que hacía parte de la segunda categoría, “trabajó mucho mejor que la juventud comunista. Esa es la verdad […]. En el sentido político. Tenían más entusiasmo en las bases. […] Ha hecho un trabajo en la base tremendo”51.

Es importante hacer aquí un paréntesis para destacar que, contrariamente a lo que se suele pensar a menudo, la mirada cubana hacia los problemas políticos no era monolítica. El enfoque historiográfico, abusivamente centrado en la figura de Fidel Castro y en sus espectaculares discursos, difundidos por una prensa que –como dijimos– evitaba desvelar eventuales fisuras internas, tiende a opacar los compromisos asumidos por una serie de revolucionarios menos ostentosos, pero que representaron un papel esencial en la transmisión de ideas ligadas a otros países, contribuyendo, en última instancia, a definir la política oficial. Sobre todo en los primeros años posbatistianos, cuando la formación ideológica bajo los preceptos del marxismo aún no se había implantado plenamente en la Isla, persistían marcadas diferencias. Pedro Martínez Pires nos esclarece este fenómeno al constatar que la disposición hacia las organizaciones militantes no estaba determinada de antemano por los agentes del Minrex, sino que “dependía de quién estuviera de jefe de la misión”. Por cierto, muchos jóvenes ascendidos de manera súbita al rango de diplomáticos y habiendo seguido una rápida formación en las escuelas de instrucción revolucionaria52, podían mantener una posición inflexible, “porque si había alguien sectario, se casaba con el Partido Comunista”, el que hacía “fuerza por controlar la Embajada, controlar las becas”. En efecto, si bien individuos como Carlos Lechuga –primer embajador en Chile–, Pedro Martínez Pires –en Chile desde 1962 a 1964– o Roberto Lassale del Amo –encargado de negocios entre 1961 y 1962–, manifestaban una favorable inclinación hacia sectores no marxistas del espectro político chileno, como el Partido Radical y la DC, otros optaron por excluirlos como intermediarios pertinentes y se concentraron solo en la solidaridad de los movimientos marxistas.

Fue el caso del muy controvertido embajador José Díaz del Real, reemplazante de Carlos Lechuga en 1960, quien califica en la aludida categoría de “sectario”. La escritora chilena y simpatizante socialista Matilde Ladrón de Guevara, elegida primera presidenta del Instituto Chileno-Cubano de Cultura, redactó una amarga misiva dirigida a Haydée Santamaría, a la sazón presidenta de la Casa de las Américas. En esta carta, la poetisa se quejaba de la actitud intransigente del jefe de la misión diplomática cubana, una “muralla de obstáculos y veneno” frente a quienes no comparten su estrecha definición ideológica, “máxime cuando él debiera tratar de conquistar aliados”. Lo acusa, además, de apropiarse de fondos destinados a la organización bilateral y de comportarse de manera grosera con los que no profesan su misma doctrina política53.

La escritora vuelve sobre este incidente en sus chispeantes memorias de viaje, Adiós al cañaveral…, donde ahonda sobre sus diferencias con José Díaz del Real, acusado de incitarla, junto a “un grupo de comunistas chilenos”, a que se retirara de la presidencia del Instituto y de querer “usarla como instrumento político”. Indignada, la chilena emprendió un viaje a la Isla y logró obtener una audiencia con el propio Ernesto “Che” Guevara, en la cual evocó esta situación. Aludía a una asamblea del Instituto en la que iban quedando cada vez menos miembros independientes, debido a que, como consecuencia de las gestiones de José Díaz del Real, la organización cultural “quedó absorbida por ellos [–los comunistas–]”. La señora Zoy Orphanopoulos de Ilabaca, militante democratacristiana, tuvo que renunciar después de que le preguntara al Embajador cuándo habría elecciones en Cuba, “a lo que él [–José Díaz del Real–] le contestó que no fuera ingenua… Agrególe que él no era católico y una serie de pesadeces que la alejaron”. Contrastaba Matilde Ladrón de Guevara en su testimonio la actitud inflexible del Embajador con la de la agregada cultural, Lydia González, quien “habló de cristianismo y trazó un paralelo entre él y la doctrina fidelista”. El Che, aparentemente interpelado, se comprometió a resolver el problema: “Matilde, ese señor ya no quedará en Chile”, dijo el argentino54.

En consecuencia, los informes relativos a la situación política chilena, y en particular al papel de la DC, deben ser analizados en función de esta ambigüedad y teniendo siempre en cuenta la existencia de sensibilidades diversas respecto al tema. Es cierto también que con el correr de los años la radicalización creciente de los principios de la Revolución cubana obstaculizaron las relaciones con las organizaciones de centro, más aún después de que Eduardo Frei Montalva asumiera el poder en Chile con un programa desafiante hacia el modelo revolucionario de La Habana. No obstante, a pesar de esta brecha, los observadores no perdieron de vista la existencia de más de una sensibilidad al interior del PDC e idearon una estrategia para intentar acercarse a la facción de “izquierda”. Uno de los principales intermediarios entre Cuba y Chile fue el periodista Carlos Jorquera, hombre cercano al futuro presidente Salvador Allende y colaborador frecuente de la agencia Prensa Latina. En un “informe político de Chile”, destinado a las autoridades cubanas, firmado a fines de 1965 –en plena era Eduardo Frei M.– el “Negro” Jorquera constataba que en el gobierno “hay una fuerza que puja por el cumplimiento de los postulados ‘populares’”. A juicio del periodista, los cubanos no debieran descartar toda posibilidad de contacto con la DC, ya que la facción progresista del partido constituía “un sector no despreciable” y planteaba “posiciones que permiten la posibilidad de caminar un buen trecho con los partidos izquierdistas”. El principal representante de esta corriente –prosigue el informante– es el diputado Alberto Jerez, “uno de los mejores amigos que ha tenido la Revolución cubana dentro de la democracia-cristiana”. Junto con Alberto Jerez, Carlos Jorquera aconsejaba entablar lazos con Juan Bosco Parra, quien es “nada menos que presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores de la Cámara de Diputados y, por lo tanto, de gran influencia en el campo de la política internacional”55.

Otro informante privilegiado era el secretario de Asuntos Internacionales del Comité Central del Partido Socialista, Walterio Fierro, quien en conversación con su homólogo cubano, Fermín Rodríguez, volvía a confirmar la existencia de “una división del Partido Demócrata Cristiano, destacando tres sectores fundamentales: Extrema derecha, derecha moderada y un grupo de izquierda con diversos matices”. Siguiendo el análisis del chileno, “el ideal de esta último conjunto”, donde se encontraba Alberto Jerez y el diputado Julio Silva Soler, “es alcanzar una colaboración entre la Democracia Cristiana y las fuerzas de izquierda”. Visionario, Walterio Fierro anunciaba la división que más tarde desmembraría a la DC, a partir de 1969, cuando se funda el MAPU: “a los elementos positivos y honestos del mismo [PDC] no le quedará otra alternativa que salirse de la organización e ingresar al FRAP”56.

Es interesante observar que las figuras democratacristianas con quienes se estimaba aconsejable construir una relación –Alberto Jerez, Bosco Parra, Julio Silva Soler, Patricio Hurtado– optaron por separarse del partido para constituir nuevas organizaciones políticas, siendo las más significativas el MAPU y la Izquierda Cristiana. En el caso de Patricio Hurtado –lo veremos después– su ruptura tendrá directa relación con su posición respecto a la Revolución cubana. No queremos decir con esto que la radicalización de ciertos sectores de la DC haya sido una consecuencia de la inspiración instigada desde la isla del Caribe. Sin embargo, sí creemos que las posturas en torno al modelo revolucionario castrista, constantemente contrastado con la “Revolución en Libertad” del gobierno de Eduardo Frei Montalva, cristalizaron los dilemas de la situación política nacional, exacerbando por momentos los debates interpartidarios.

Basados en este tipo de informes, que destacaban las sutilezas internas del PDC, los cubanos mantuvieron en un inicio una postura prudente con respecto al gobierno de Eduardo Frei M. Esta administración, a pesar de presentarse como una alternativa a la radicalidad revolucionaria del castrismo, parecía ofrecer una vía posible para la reintegración regional de la Isla, con la cual todas las naciones del continente –a excepción de México– habían suspendido sus actividades diplomáticas y comerciales57. Por otra parte, desde un punto de vista ideológico, la noción democratacristiana de “sociedad comunitaria”, que muchos militantes asociaban a una “forma de socialismo” liberada de la estela de la Unión Soviética58, suscitó el interés de los responsables cubanos. De la misma manera, la crítica frecuente hacia el carácter “imperialista” de la política exterior de Estados Unidos59, azuzada por momentos por el propio ministro de Relaciones Exteriores, Gabriel Valdés, constituía una plataforma compartida susceptible de acercar a ambas partes. Así, el interés hacia referentes políticos tales como el PDC demuestra que los cubanos eran bastante menos inflexibles de lo que se suele creer a la hora de definir sus afinidades internacionales, muchas de las cuales no se basaban en una identificación con el marxismo-leninismo, sino, más bien, en una común sensibilidad “antiimperialista”. Fue el caso, por poner un ejemplo revelador, del acelerado acercamiento con el militar peruano Juan Velasco Alvarado, quien llegó al poder en 1968 mediante un golpe de Estado, y quien, si bien nunca adhirió explícitamente a un proyecto de corte marxista, sí expresó una crítica arraigada hacia el intervencionismo de Estados Unidos e incentivó un rápido acercamiento de los lazos con La Habana. Los líderes cubanos, por su parte, no dudaron en calificar a la administración de Juan Velasco Alvarado de “proyecto revolucionario”60.

Tanto las expectativas de reintegración regional como la política exterior relativamente independiente de Eduardo Frei Montalva explican la existencia de ciertas afinidades ideológicas entre ambas administraciones y permiten entender la apertura cubana hacia el PDC. Un completo informe elaborado por el departamento latinoamericano del Minrex daba cuenta de esta posición, reconociendo que el Chile de Eduardo Frei M. “se diferencia notablemente de la gran mayoría de los gobiernos del continente, que repiten las conocidas consignas del imperialismo norteamericano”. Reflejo de ello son las constantes declaraciones por parte de personeros democratacristianos abogando por la reintegración de Cuba en “la Comunidad jurídica y política latinoamericana”. El signatario destacaba la actitud del canciller Gabriel Valdés, así como la del ya mencionado Enrique Bernstein. Este último tuvo la posibilidad de entrevistarse con Ernesto Guevara en enero de 1965 y, de acuerdo con fuentes cubanas, le habría manifestado al argentino la voluntad de su gobierno de reincorporar a La Habana al “sistema interamericano” sin “ninguna condición”. Es por todo aquello, concluye el documento, que es necesario “mantener una actitud cautelosa y expectante ante los próximos pasos del gobierno chileno”61.

No obstante, los “próximos pasos” de La Moneda no lograron satisfacer del todo a las autoridades caribeñas, quienes, ante la inacción de Eduardo Frei M. frente al aislamiento regional de Cuba, rompieron con la anterior prudencia retórica y comenzaron a manifestar abiertamente sus inquietudes ante el modelo democratacristiano, susceptible de erosionar la exclusividad revolucionaria de Cuba a través de la presentación de una alternativa progresista, pero enmarcada en principios democráticos. En efecto, los cubanos estaban preocupados ante el desafío que el presidente chileno planteaba, al prometer una auténtica transformación social que, sin embargo, se alejaba del modelo del castrismo. Además, la administración de Lyndon Johnson estaba consciente del potencial político de la “Revolución en Libertad”, capaz de aunar voluntades progresistas en desmedro del liderazgo revolucionario de la “Isla de la Libertad”62. Ante este temor, un momento propicio para atacar a Eduardo Frei M. advino con la masacre ocurrida en el campamento minero de El Salvador –en el norte de Chile–, en marzo de 1966, cuando murieron seis mineros a manos de las fuerzas armadas despachadas por el gobierno, lo que suscitó un virulento discurso del “Comandante en Jefe” cubano. En su alocución, apuntó sin ambigüedades a la voluntad de los democratacristianos de constituirse en una apuesta revolucionaria alternativa al castrismo, actitud que atribuía a una orden de Estados Unidos: “Los imperialistas han querido convertir la llamada experiencia chilena en una experiencia para rivalizar con Cuba”. Mientras que el presidente Eduardo Frei M. buscaba presentarse como el adalid de la llamada “revolución sin sangre”, los hechos de El Salvador –estimaba el cubano– no hacían más que confirmar lo contrario: que Eduardo Frei M. no estaba llevando a cabo una “revolución sin sangre sino sangre sin revolución”63.

La preocupación de los cubanos ante el poder de convocatoria de la “Revolución en Libertad”, susceptible de atraer a aquellos revolucionarios que podían sentirse un tanto decepcionados por el creciente autoritarismo de La Habana y la dependencia excesiva respecto de Moscú, se vio reflejada en la publicación en 1966 de un folleto titulado “Respuesta de Fidel a Frei”64. A lo largo de estas páginas, el “Líder Máximo” reiteraba que el proyecto de Eduardo Frei M. estaba dirigido por “el imperialismo yanqui”, quitándole así al Presidente toda capacidad de autodeterminación: “mimado del imperialismo yanqui y guardián de sus intereses en Chile, como satelismo económico y político”. Fidel Castro reconocía, también, que la agenda de los democratacristianos ha sido objeto de comparaciones con la Revolución cubana e intentaba demostrar que la “risible pantomima política” que constituye el gobierno de Eduardo Frei M. no es más que una obscena falsedad. Lejos de ser un revolucionario, “el pobre burgués que es Frei se revuelve en el saco de sus propias contradicciones. Su papel es evitar que en Chile haya revolución, pero le ha tomado gusto a eso de llamarse revolucionario, jura y perjura que él está haciendo una revolución y a la vez nada lo asusta tanto como la revolución”. No obstante, el barbudo dirigente matizaba sus recriminaciones al indicar que el PDC “no es un conglomerado homogéneo”, y que, aunque en minoría, participan en su seno “elementos jóvenes que sinceramente desean cambios revolucionarios y que representan el ala sana y progresista de la organización”65.

La ira de Fidel Castro tendió a exacerbarse con el inesperado acercamiento operado a partir de 1965 entre el gobierno de la DC en Chile y la URSS, superpotencia que se mostraba interesada en acercar posiciones con La Moneda en tiempos de Eduardo Frei M. y así demostrar al mundo que Moscú optaba por un acercamiento internacional por vías institucionales. De esta manera, el Kremlin le propuso a Santiago un crédito de cuarenta millones de dólares, así como el establecimiento de un inédito programa de colaboración comercial y técnica. Para Fidel Castro y los suyos, se trataba de una traición injustificable de su principal aliado, el cual en vez de facilitar la implantación de Cuba como referente revolucionario indiscutido del continente, decidía iniciar una cooperación imprevista con el rival sudamericano: “Nosotros los cubanos nos consideramos con todo el derecho a sentirnos agraviados, […] heridos con cualquier país que le brinde al régimen de Frei cualquier asistencia técnica y económica”66.

A partir de 1966, año marcado por un espíritu revolucionario reavivado y radicalizado tras la organización en La Habana de la Conferencia Tricontinental, los observadores cubanos cesaron de ver en la administración del PDC una esperanza de reintegración hemisférica, reduciendo la “Revolución en Libertad” a un mero papel de marioneta del “imperialismo”. Al consultar los ejemplares del periódico oficial del Partido Comunista de Cuba –el Granma– correspondientes a los meses de febrero y marzo de 1966, nos llamó la atención la profusión de artículos sobre la situación en Chile; en particular, sobre las relaciones conflictivas entre el gobierno de Eduardo Frei M. y los movimientos sociales67. Granma ofrecía, también, detallada información respecto a las acciones de los sectores “rebeldes” del PDC y a los desacuerdos con la oficialidad encarnada en la autoridad del presidente Eduardo Frei M.68, mostrando así la debilidad de la “Revolución en Libertad” que contrastaba con la unidad aparente impuesta en Cuba por la autoridad castrista.

La revista El Caimán Barbudo, que aunó a una joven generación de intelectuales formados después de la caída de Fulgencio Batista bajo los principios de la revolución, iba, incluso, más lejos en su acerba crítica. En marzo de 1967, un artículo firmado por Eduardo Gispert delineaba lo que, a juicio del autor, constituía la faceta real de la “revolución de vitrina” de Eduardo Frei M. Para el articulista, la experiencia chilena no era más que el resultado de las pretensiones estratégicas de Washington, que se proponía “construir revoluciones de vitrina, en miniatura” con el objetivo de “adormecer a los pueblos”. La connivencia entre la Casa Blanca y La Moneda acarreaba serios riesgos, ya que “las masas pueden desviarse de sus objetivos verdaderamente revolucionarios, los dirigentes de la izquierda pueden pasar al centro, y el marxismo puede reposar, atados de pies y manos por quienes se dicen sus portavoces”. Luego, en un desafío velado a la pasividad de la URSS, Eduardo Gispert aseveraba:

“[…] al reformismo no se le combate atrayéndolo con jugosos empréstitos. […] Al reformismo no se le compromete con dinero, porque otro dinero lo ha comprometido ya desde su nacimiento. La Guerra del Pueblo es el único instrumento efectivo, y a ella es que debemos dar nuestro apoyo, nuestros empréstitos y nuestras condecoraciones. El desenmascaramiento de Frei se hace impostergable”69.

Las esperanzas iniciales de hallar en las autoridades chilenas intermediarios favorables parecían, por el momento70, haberse difuminado. En efecto, hacia 1966-1967, cuando la beligerancia de la doctrina internacional de la Revolución cubana alcanzaba su paroxismo, la percepción respecto al PDC y al gobierno que lideraba en Chile se tornaba inflexiblemente belicosa. En medio de la efervescencia revolucionaria encarnada por la Conferencia de las OLAS [Organización Latinoamericana de Solidaridad] de mediados de 1967 –momento que marcó la cúspide de la radicalidad castrista, con discursos desechando toda posibilidad de alianza con sectores burgueses e incitaciones reiteradas destinadas a los movimientos revolucionarios para que adoptasen una estrategia de lucha armada contra los gobiernos constituidos–, un nuevo informe sobre los actores políticos chilenos fue confeccionado. El analista reconoce que Eduardo Frei Montalva ha logrado infundir una “mística” con su uso de la “demagogia y de la religión” basada en la “llamada revolución sin sangre”. Pero “su carta de triunfo”, lejos de estar sustentada en la movilización de masas, se debía al apoyo de “la Iglesia, la alta burguesía amenazada por la conciencia política de las masas y el imperialismo yanqui”. Los miembros del gabinete, si bien procedían en su mayoría de la clase media, se han constituido en una “nueva clase que representa los intereses de la alta burguesía al servicio de los monopolios extranjeros” y “siempre a favor de los grandes empresarios”. En cuanto al presidente Eduardo Frei M., quien decretó una ley de nacionalización parcial del cobre chileno, sustentaba “incondicionalmente a las grandes empresas monopolistas yanquis que explotan la gran riqueza cuprífera de Chile”. Para acometer su voluntad de deslegitimar la Revolución cubana, La Moneda habría contratado a un “brillante estratega”, el jesuita belga Roger Vekemans, impulsor de la revista Mensaje, un órgano destinado a “confundir a las masas” y transmitir la idea de que el proceso cubano está hecho “con sangre y es el símbolo de la esclavitud”71.

Lo interesante en este informe es que, a pesar de la aguda recriminación, el observador seguía reconociendo la existencia de ciertos “sectores jóvenes, honestamente partidarios de cambios revolucionarios”, el cual debe diferenciarse del “grupo dirigente”, “derechista y comprometido ante el imperialismo norteamericano”72. Esta constatación estaba en la línea de las observaciones ya citadas de Fidel Castro, quien mantenía cordiales vinculaciones con ciertos representantes del “ala sana” de la DC, en particular con Patricio Hurtado. En efecto, los cubanos nunca cesaron del todo los contactos con la “izquierda” del PDC. Por el contrario, conscientes de estas fuertes discrepancias internas, La Habana intentó explotar las tensiones latentes para así sumar a los democratacristianos “progresistas” a la causa de la Revolución.

Tensiones y rupturas en la DC: El caso de Patricio Hurtado

En su discurso ya evocado sobre la represión en el asentamiento minero en El Salvador, Fidel Castro llamaba también la atención de los presentes al dar cuenta de un incidente que tuvo sonadas consecuencias al interior de la DC. En febrero de 1966, una amplia delegación de parlamentarios chilenos, incluidos miembros de “partidos burgueses” (radicales y liberales), se encontraba visitando la Isla cuando el “Comandante”, en una carta dirigida a U Thant –Secretario General de las Naciones Unidas– criticó ácidamente a los gobiernos latinoamericanos, entre ellos, a la administración Frei. La mayoría de los legisladores optaron por abandonar el país de acogida, demostrando así su indignación ante las palabras de Fidel Castro. Entre ellos se encontraban dos democratacristianos, Santiago Gajardo y Guido Castillo, quienes, no obstante, no fueron secundados por sus correligionarios Alberto Jaramillo y Pedro Videla. Alarmada, la dirección del PDC emitió un llamado para que ambos diputados regresaran a la brevedad al país; mas, en un acto desafiante de desacato, los aludidos no solo permanecieron en la Isla, sino que se entrevistaron con Fidel Castro, quien, para colmo de males, se permitió darles lecciones de buen revolucionario: “Les explicamos que para hacer una revolución es necesario enfrentarse al imperialismo […], enfrentarse a la oligarquía. Les decía además que no creía que en las condiciones de Chile se podía hacer una revolución de ese tipo [–la “Revolución en Libertad” –], y que en las condiciones de Chile si se quería hacer una revolución, necesariamente debía ser una revolución socialista”, adujo Fidel Castro frente a cientos de miles de espectadores en un conocido discurso73.

El diputado Patricio Hurtado, quien ya había estado en la Cuba castrista, desautorizó a la dirigencia de su partido, enviando una misiva en apoyo a Pedro Videla y Alberto Jaramillo: “El valiente testimonio de ustedes nos enorgullece a quienes creemos que la revolución es posible en América Latina para derrocar las intrigas internacionales del imperialismo”74. Fue la gota que rebalsó el vaso. El diputado fue expulsado del PDC; pero, en un acto que cristalizaba las agudas tensiones que persistían en la organización y anunciaba la posterior ruptura al interior de la tienda, los congresista Luis Papic, Alberto Jerez y Julio Silva Solar se solidarizaron con él, desvelando así la fractura de un partido en vías de descomposición.

Consultado por el altercado, Pedro Videla dio cuenta de su creciente fascinación por los logros de la Revolución cubana, a la vez que ponía en tela de juicio el sistema democrático sobre el cual reposaba la agenda gubernamental del PDC: “Creemos que deben revisarse el concepto de libertad del Partido del mismo modo que revisamos nuestro concepto general de propiedad”. Fascinado por la figura de Fidel Castro, quien acudió a visitarlo a su habitación pasada la medianoche, obtuvo significativas enseñanzas de su paso por la Isla, las que a su juicio debían ser aplicadas en el contexto chileno: “La realidad cubana nos muestra que es posible hacer una revolución en profundidad en América Latina. Y en Chile no se podrá hacer la revolución mientras no se liquide a los grupos económicos de derecha”75.

Como lo hemos evocado, lejos de representar un episodio aislado causado por la insumisión de unos cuantos parlamentarios, esta polémica reflejaba una crisis mayor al interior de un partido fracturado por sensibilidades distintas, por momentos incompatibles. No es casualidad que estas querellas hayan estallado a pocos meses de una crucial elección partidista, mediante la cual Patricio Aylwin se impuso en agosto de 1966 por sobre el candidato del llamado sector “rebelde” del PDC –el ya nombrado Alberto Jerez–, logrando convertirse en presidente de la organización. La dinámica de estos comicios ha sido observada como una demostración fehaciente de la división interna, agudizada por el desmembramiento de la militancia en tres corrientes: el “oficialismo” –encarnado por Eduardo Frei Montalva y Patricio Aylwin–, el “tercerismo” y el ala “rebelde”, donde no pocos reconocen haberse sentido deslumbrados por la Revolución cubana.

Prueba de estas crispaciones es la carta que los consejos provinciales del PDC de la capital dirigieron al Consejo Nacional y en la cual los firmantes notaron, en relación con los sucesos de Cuba, “que no se puede sentar el alcance preciso de los actos de estos parlamentarios sin realizar un análisis del estado general que presenta actualmente el Partido”. Observaban por la misma que los militantes juzgados, quienes quisieran “proyectar hacia Cuba la Revolución en Libertad”, se dirigieron a La Habana sin un encuadramiento adecuado por parte del PDC, lo que en último término desvelaba una deficiencia “del cuadro general que presenta el Partido, en la cual la falta de una efectiva conducción apareció una vez más de manifiesto”. Lejos de lo anecdótico, la controversia azuzada por Pedro Videla, Alberto Jaramillo, Patricio Hurtado, Luis Papic y Alberto Jerez, sacaba a la luz la “inoperancia del Partido”, su “falta de conducción”, la “desintegración paulatina pero notoria de nuestros cuadros”, la “desconexión del Consejo Nacional del Partido con los organismos de bases”. Era, por ende, necesario hallar una solución al embrollo, ante el cual los signatarios sugerían la urgente convocatoria de una junta nacional76.

Otros democratacristianos, como Radomiro Tomic, extrajeron distintas enseñanzas del “entuerto cubano”. Para el histórico fundador de la Falange Nacional, a la sazón embajador en Estados Unidos, los “desacuerdos” además de ser inevitables, podían resultar, incluso, “favorables en la misma medida en que la vida es movimiento”. Con una clara voluntad de desdramatizar la gravedad de la postura procubana de sus correligionarios, posición que –como vimos– el propio Radomiro Tomic compartió durante un tiempo, este último reivindicaba el “derecho al disentimiento”, esgrimía una crítica a la airada reacción de los dirigentes democratacristianos y anunciaba funestas consecuencias para la imagen pública de su partido: “Los debates públicos, las diferencias inevitablemente proyectadas como ‘acusaciones’ ante la opinión nacional, distorsionan la naturaleza del conflicto, enturbian la imagen de la Democracia Cristiana ante el país, debilitan la acción común, y comprometen la unidad moral del Partido”77.

Se ha dicho con insistencia que las divisiones en el seno del PDC, que desembocaron en la creación de nuevos referentes políticos, obedecían, en esencia, a un “enfrentamiento de posiciones tácticas diferentes”, a “un conflicto entre dos metas estratégicas”78. No cabe duda que estos factores internos fueron decisivos a la hora de definir las adhesiones y rupturas de la DC. Sin embargo, nuestro artículo plantea que, mediante una mirada transnacional, debemos también poner de relieve la importancia de los referentes externos como elementos aceleradores de las desavenencias. Las reacciones alarmadas antes evocadas confirman nuestra hipótesis según la cual el episodio de los parlamentarios en Cuba –un evento hoy poco recordado– no solo reflejaba las diferencias de opinión existentes en el PDC en torno al modelo castrista, sino que daban cuenta de una crisis mayor, que la referencia cubana no hacía más que encauzar y agravar. En efecto, la Revolución cubana, si bien no explica la evolución de las organizaciones políticas nacionales, constituye un adecuado catalejo para medir la dimensión y carácter de las tensiones latentes. Ante un evento de la dimensión y significación del proceso cubano, todo actor político debía asumir una postura definida, revelando las sensibilidades divergentes de los representantes de la DC chilena. Como es lógico, esta obligada toma de posición afectaba con mayor intensidad a las agrupaciones ubicadas en el centro del espectro político, donde la aceptación unánime o el rechazo terminante no parecían ser disposiciones naturales, como sí podía serlo en partidos claramente de derecha o de izquierda.

La polémica, por otro lado, nos permite también adentrarnos en el peculiar caso de Patricio Hurtado, uno de los más cercanos intermediarios chilenos con la dirigencia castrista. Hoy son pocos los que recuerdan a esta figura de la DC chilena desde sus inicios en 1957, sin embargo, al consultar los archivos diplomáticos en La Habana, constatamos con sorpresa que su nombre figuraba en numerosos documentos.

Elegido diputado en 1961 por la Agrupación Departamental “Cauquenes, Constitución y Chanco”, emprendió un primer viaje a la Isla en 1962, caracterizado más tarde como “una de las experiencias más interesantes que me ha tocado vivir”. Su posicionamiento, así como la atracción creciente ejercida por el modelo castrista a pesar de las divergencias filosóficas evidentes entre el espíritu humanista del PDC y el marxismo cubano, reflejaba la tentación experimentada por más de un democratacristiano. Sus comentarios son también un valioso testimonio de los esfuerzos intelectuales por hallar una base común compatible entre el cristianismo y el socialismo79, lo que anunciaba el posterior desarrollo de la Teología de la Liberación. En una conferencia ofrecida a su regreso a Chile en julio de 1962, confesaba haber aterrizado en Cuba con “espíritu crítico, crítico por no sentirme ideológicamente comprometido con la definición doctrinaria que se ha dado al régimen político imperante en la República de Cuba”. Pero luego de cuarenta días interiorizándose con la realidad de la Isla, su impresión se alteró positivamente. Junto con reproducir en su discurso los grandes mitos de la Revolución cubana –como la idea falaz de que la lucha insurreccional se inició con solo doce hombres–, negaba el carácter intrínsecamente comunista del pueblo cubano y reducía la decisión de formar una alianza con la esfera del Este a un problema comercial; a una determinación ineludible ante la hostilidad de Estados Unidos y de los países latinoamericanos. Sin sorpresas, el chileno identificaba un sustrato común entre su propia visión filosófica y la encarnada por la Revolución cubana en lo que llama un “factor de moralidad”, es decir, en la voluntad compartida de querer emerger de un mundo controlado por el poder del dinero, creando así a un “Hombre Nuevo”80.

Tras referirse al “espíritu de la revolución”, achacaba los grandes problemas contemporáneos de la sociedad –la mortalidad infantil, el desempleo, el individualismo, la falta de vivienda, etc.– “al afán de hacer dinero que naturalmente el régimen capitalista” ha inculcado. La capacidad de alejarse de esta lógica fundada en la satisfacción material en detrimento de las mayorías desamparadas era para el conferencista “uno de los grandes aportes de la Revolución cubana a la creación de la nueva historia de América Latina, el respeto al capital humano, el respeto al hombre, a la condición esencial del hombre, al valor del individuo”81. Para finalizar su exposición, citaba una carta de apoyo a él enviada por parte de Luis Oyarzún, un intelectual cristiano a menudo asociado con el PDC. En su misiva, este último expresaba como pocos la voluntad compartida con Patricio Hurtado de construir un puente entre cristianismo y marxismo, esfuerzo cada vez más recurrente en estos años 1960 latinoamericanos:

“El cristianismo es una revolución total del espíritu y la carne que exige un cumplimiento radicalmente comunitario […], y a mí como a usted me separa de los marxistas la filosofía, pero no, de ningún modo, la voluntad de trabajar por un cambio tan radical de la sociedad que haga posible por primera vez la aparición de un hombre realmente capaz de ser libre y que este hombre no podrá emerger sino cuando sean suprimidos los factores de su explotación sistemática”82.

No deseamos, a través de esta reflexión, embarcarnos en los dilemas morales de los militantes democratacristianos –lo que no constituye el objetivo del presente artículo–, sino brindar un ejemplo elocuente de los fundamentos filosóficos que explicaban, en parte, el potencial seductor del modelo castrista para ciertos perfiles de la DC. En cuanto a Patricio Hurtado, la ulterior radicalización de la administración castrista no aplacó su entusiasmo por “el mejor ejemplo de transformación para los pueblos de América Latina”. Por el contrario, su lazo con las autoridades de la Isla, que incluían al propio Fidel Castro, se consolidó, mientras que Cuba pasó a ser a sus ojos “un heroico ejemplo y una hermosa lección que cada vez con más urgencia se verán [nuestros pueblos] en la necesidad de imitar”83.

Lógicamente, sus declaraciones desafiantes respecto a la “Revolución en Libertad” se exacerbaron a raíz del episodio de los congresistas chilenos, que derivó en su marginación del PDC. La prensa cubana halló en esta crisis una oportunidad de resaltar la agudización de los conflictos al interior del gobierno de Eduardo Frei M. El 20 de marzo, Granma describía los primeros pasos de Patricio Hurtado después de su expulsión: ante doscientos militantes de base del PDC anunció la creación de un movimiento independiente. Inspirado en la lucha de Camilo Torres, sacerdote colombiano recientemente asesinado luego de entrar a militar en la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional, el diputado chileno citado por Granma propugnaba: “Si digo que haríamos una revolución, lo que hay que hacer es eso: una revolución”84.

Como consecuencia de la ruptura, Patricio Hurtado creó el Movimiento de Rebeldía Nacional (MO.RE.NA), destinado a aunar a amplios sectores de la izquierda cristiana y marxista. En un completo informe de 1968, solicitado por las autoridades cubanas, recordaba los eventos que dieron lugar a su expulsión y los ligaba al problema “de nuestra posición de adhesión a los principios de la Revolución cubana”. Todo ello se desarrollaba “en la medida en que Frei aparece comprometido con el imperialismo y con la derecha tradicional”; y para justificar sus dichos, recordaba la masacre del complejo minero en El Salvador, lo que “radicalizó el proceso de Frei llevándolo cada vez más a una posición reaccionaria”. Ante sus interlocutores cubanos, el ex DC abogaba por la constitución de “un amplio frente revolucionario” llamado a captar los “sectores del movimiento rebelde demócrata-cristiano”. Posteriormente, demostrando haberse apropiado de la retórica castrista –que en esa época insistía sobre la inevitabilidad de la lucha armada–, anunciaba un futuro no exento de violencia para Chile:

“Estos sectores unidos principalmente, yo diría por su entendimiento espiritual e ideológico con el proceso revolucionario cubano serán la alternativa definitiva en la que el pueblo chileno encontrará una manera de conquistar el poder que seguramente no será por la vía pacífica ya que el poder reaccionario no estará dispuesto a entregar el poder que hoy día tiene por la vía pacífica”85.

Un año más tarde, redactó un panfleto titulado Felonía en libertad, en clara alusión sarcástica a la llamada “Revolución en Libertad” liderada por Eduardo Frei Montalva. El folleto consistía en una defensa personal ante las acusaciones de la oficialidad gubernamental dirigidas contra él por, en apariencia, haber obtenido recursos indebidos por parte del Banco del Estado. Su respuesta buscaba invertir esta lógica, convirtiéndose en una pormenorizada imputación de corrupción en contra del PDC, que con su ensañamiento solo perseguía “el exterminio político” de Patricio Hurtado. Recordaba, también, las circunstancias de su expulsión del partido el 10 de marzo de 1966, situación que se habría producido de manera inevitable, y de manera voluntaria, un día después, “cuando se produjo la masacre de El Salvador, hecho que definió con mayor claridad mi actitud política”. El diputado revelaba una presunta trama delictiva gestada al interior de su antigua organización y –más interesante para nuestros propósitos– asociaba estas prácticas a las condiciones inherentes de “actuar políticamente en un partido burgués”. Citando a José Martí (“Viví en el Monstruo, conozco sus entrañas y mi arma es la honda de David”), apuntaba directamente a Eduardo Frei, responsable de “la farsa montada” para “denigrarme públicamente”, inspirada por el “más puro corte totalitario de formación fascista”. El móvil verdadero detrás de estas acusaciones sería el temor del gobierno de ver deslegitimado su prestigio ante la popularidad creciente del movimiento creado por el exmilitante, especialmente ante la juventud de la DC, “que compartía nuestra actitud de rebeldía”. Para finalizar, y en tono amenazante, el autor anunciaba la pronta aparición de un libro titulado “Y tú, ¿qué hiciste con la victoria?”, en el que “hago el análisis detallado de la fracasada gestión administrativa de Frei y revelo los escándalos de su administración”86.

La ruptura de Patricio Hurtado es, por ende, doble: una fractura política definitiva con su anterior organización y, en particular con el presidente Eduarod Frei Montalva, y un quiebre total con el sistema de organización imperante en Chile, basado en un orden considerado burgués y que impulsaba al cometimiento de actos de corrupción, indispensables para posicionarse políticamente. Mediante estas palabras, el diputado daba cuenta de una retórica radicalizada, semejante a la crítica cubana respecto a los modelos de los países capitalistas, “burgueses”87. De esta manera, observamos que la reorientación ideológica del congresista se esclarece mejor si tomamos en cuenta su larga historia de relaciones privilegiadas con La Habana, cuyo influjo político dejó una marca indeleble en este antiguo militante y fundador de la DC chilena.

Consideraciones finales

Analizar las interacciones entre dos sujetos (colectivos) –en nuestro caso, los revolucionarios cubanos y los chilenos democratacristianos– constituye un esfuerzo que ha sido esencialmente realizado a través de dos aproximaciones metodológicas distintas: delineando los lazos recíprocos en un afán descriptivo destinado a medir la dimensión de las conexiones o evaluando las vicisitudes de estas relaciones en un cuadro más amplio, con el objetivo de esclarecer la naturaleza compleja de los agentes en cuestión. Lejos de querer proceder a una indagación cualitativa de los flujos bilaterales –opción por largo tiempo dominante y que se asemeja más a la primera disposición intelectual–, lo que hemos deseado efectuar en este artículo es un examen de los vínculos ambivalentes, versátiles y a menudo insospechados entre la DC y revolucionarios caribeños en miras de clarificar las disposiciones ideológicas de ambos actores, las cuales no parecen coincidir con la visión hoy predominante sobre nuestros objetos de análisis. En efecto, pocos observadores contemporáneos sospecharían que los principales intermediarios chilenos de los insurgentes cubanos antes de 1959 eran militantes de la extinta Falange Nacional, mientras que a muchos les resultaría irrisorio pensar que Patricio Aylwin hubiese podido desear, con sincero ardor, una visita de Fidel Castro a Chile. Que Cuba se haya transformado en un factor explosivo de división en el seno del PDC en la década de 1960 –el gran desencadenante, en el caso de la ruptura con Patricio Hurtado– tampoco nos parece a primera vista predecible. ¿Quién recuerda hoy la casi “obsesión” de Fidel Castro con el presidente Eduardo Frei M., cuyo programa político amenazaba con reducir la hasta ahora exclusiva legitimidad revolucionaria de la “Isla de la Libertad”?

Mediante el presente trabajo reivindicamos la adopción de una historia transnacional y conectada, la que debemos distinguir de una mera historia de las relaciones internacionales. Mientras que este último enfoque, que constituye, sin duda, la óptica mayoritaria de los estudios relativos a la Guerra Fría en América Latina, tiende a registrar la efusión de los contactos mediante el uso de fuentes diplomáticas, nuestra mirada ofrece una forma distinta de concebir el fenómeno. La “historia global” no constituye una mera guía disciplinaria, sino, más bien, una forma de pensar mediante una mirada comparativa, y que nos conduce a evaluar procesos de diversa índole sin nunca olvidar el cuadro hemisférico y mundial en los que se insertan. De esta manera, una cabal comprensión no podrá obtenerse mediante una dinámica puramente enfocada en lo doméstico, sino a través de una compleja superposición de capas significantes que entremezclan “lo local”, “lo regional” y “lo mundial”88. Nociones tales como ‘divergencia’, ‘convergencia’, ‘contagio’ o ‘sistemas’89 –cuyas interacciones son susceptibles de generar alteraciones mutuas, como el caso de la DC y de Cuba lo han ilustrado en este artículo– son categorías ineludibles de una mirada auténticamente global, y nos invitan a acentuar tanto los contextos extranacionales como el poder movilizador de las representaciones sociales relativas a una alteridad, a una referencia ubicada más allá de las fronteras nacionales.

Es así como hemos podido llegar a la conclusión de que el acercamiento entre miembros de la DC y del movimiento insurreccional cubano debe explicarse por el carácter relativamente moderado que en efecto encarnaba la alborada del proyecto de la Revolución cubana, una fase que –ante la rápida radicalización de la revolución castrista– muchos suelen olvidar. Esta confluencia constituye también una pista útil para evaluar las particularidades de un marco regional en trances de democratización, las cuales orientaron las percepciones sobre un proceso cuyo desenvolvimiento ulterior pocos hubiesen podido inferir con facilidad. Los debates engendrados luego al interior de la DC sobre la posición a adoptar respecto al gobierno de la Isla son el producto de las diversas sensibilidades que cohabitaban en la organización, y cuyas divergencias fueron cristalizadas, exacerbadas y, a veces, ocasionadas por la referencia inevitable del castrismo.

Hasta ahora, las fricciones internas que derivaron en la formación de nuevas organizaciones políticas ramificadas desde la DC han sido concebidas como expresiones de agudas diferencias tácticas en el ámbito doméstico impuestas por la práctica política de las décadas 1960-1970. Al poner de relieve el factor internacional, y en particular el posicionamiento respecto a las referencias ideológicas globales (en este caso, Cuba), este artículo agrega un elemento nuevo y, a la fecha, muy marginalmente examinado. En este sentido, no solo la naturaleza de la Revolución cubana y de su evolución logra esclarecerse gracias al análisis de las interacciones con la DC, sino que las vicisitudes del propio partido chileno tampoco permanecen ajenas al impacto ineludible de la principal referencia revolucionaria de América Latina. Enfocarse en el “factor Cuba” para interpretar a la DC mediante un amplio abanico de fuentes inéditas nos ha autorizado, por una parte, a descifrar los lazos recíprocos entre dos estructuras en permanente interacción y, sobre todo, nos ha abierto la puerta hacia una decisiva ampliación de la comprensión misma del PDC y de su miríada heterogénea de militantes.

A partir de 1964, con la llegada de Eduardo Frei Montalva al poder, ambos sistemas políticos –el chileno y el cubano– fueron afectados como consecuencia de la presencia regional del otro, fenómenos que nos invitan a integrar las variables internacionales (hemisféricas y mundiales) como elementos claves para entender la evolución política de un sistema específico, el que no puede ser asimilado mediante un enfoque exclusivamente circunscrito a la política “puertas adentro”. Una historia global y conectada, como la que aquí reivindicamos, nos lleva a entender a los actores colectivos en su plena complejidad y ambivalencia, lejos de la visión estática y monolítica que la historia diplomática suele vehicular. Si la naturaleza de la Revolución cubana –abusivamente homologada al discurso de su máximo líder, Fidel Castro– no constituye un objeto exento de matices y discordancias, lo mismo debe constatarse respecto al PDC, cuyas oscilaciones internas, azuzadas por las articulaciones con acontecimientos internacionales, determinaron sus éxitos y fracasos, incluida la compleja evolución del gobierno de Eduardo Frei Montalva. La aplicación de una adecuada historia transnacional, enfocada en las sensibilidades e imaginarios de los protagonistas locales alimentados por sucesos externos, se erige en un instrumento privilegiado para discernir la compleja variedad que permea a un cuerpo colectivo en constante mutación.

1La redacción de este artículo fue posible gracias al Postdoctoral Scholarship from the Special Research Fund (BOF), otorgado por la Universidad de Gante (Bélgica).

2Conrad Detrez, L'herbe à brûler, Bruselas, Labor, 2003, p. 104.

3Mariferi Pérez-Stable, The Cuban Revolution: Origins, Course, and Legacy, New York, Oxford University Press, 1993, p. 53.

4La revista Mensaje daba cuenta de esta fatalidad al constatar en 1962 que, ante “la revolución en marcha [–obvia alusión a la Revolución cubana–] es imposible mantenerse neutral”. Ante la irresistible tentación por un cambio radical, los católicos no debían impedir una profunda transformación social, sino dirigir “la revolución en marcha” por “canales cristianos”: citado en Marcos Fernández, “La re-conceptualización católica de la Revolución: El pensamiento cristiano frente al cambio histórico, Chile (1960-1964)”, en Hispania Sacra, n.° 140, Madrid, julio-diciembre 2017, p. 741.

5Para interiorizarse en la “historia global” aplicada a América Latina, recomendamos: Eric Zolov, “Introduction: Latin America in the Global Sixties”, in The Americas, vol. 70, issue 3, New York, 2014, pp. 349-362. Véanse también los trabajos de: Tanya Harmer y Alfredo Riquelme (eds.), Chile y la Guerra Fría global, Santiago, RIL Editores, 2014; Tanya Harmer, Allende's Chile & the Inter-American Cold War, Chapel Hill, The University of North Carolina Press, 2011; Marianne González y Eugenia Palieraki (eds.), Revoluciones imaginadas. Itinerario de la idea revolucionaria en América Latina contemporánea, Santiago, RIL Editores, 2013; Fernando Purcell y Alfredo Riquelme (eds.), Ampliando miradas: Chile y su historia en un tiempo global, Santiago, RIL Editores / Pontificia Universidad Católica de Chile, Instituto de Historia, 2009; Kevin A. Young (ed.), Making the Revolution: Histories of the Latin American Left, Cambridge, Cambridge University Press, 2019; Rafael Pedemonte, “The Meeting of Two Revolutionary Roads: Chilean-Cuban Interactions, 1959-1970”, in Hispanic American Historical Review, vol. 99, issue 2, Durham, 2019, pp. 275-302.

6Ricardo Núñez, Trayectoria de un socialista de nuestros tiempos, Santiago, Ediciones Universidad Finis Terrae, 2013, p. 39.

7Mario Mencía, “El Directorio Revolucionario y la FEU de José Antonio Echeverría”, en Eduardo Torres-Cuevas, Enrique Oltuski y Héctor Rodríguez (eds.), Memorias de la Revolución, La Habana, Imagen Contemporánea, 2007, p. 187.

8Aremis Hurtado Tandrón, Directorio Revolucionario 13 de marzo: Las Villas, La Habana, Editora Política, 2005, p. 17.

9Núñez, op. cit., p. 39.

10Entrevista del autor con Héctor Terry, La Habana, 16 de marzo de 2018 y 12 de febrero de 2019.

11Son asombrosas las similitudes entre la naturaleza de ambas dictaduras. El militar Marcos Pérez Jiménez asumió el poder en 1952, mismo año que Fulgencio Batista, luego de unas elecciones amañadas, práctica que también se le achacaba al dictador cubano. Durante sus años de mandato, Venezuela experimentó un proceso de “norteamericanización” de la vida cotidiana, mientras que los inversionistas extranjeros tendían a desplazar a la burguesía local, la que –en sintonía con lo sucedido en Cuba– comenzó a retirar su apoyo a la administración de Marcos Pérez Jiménez. Tanto el dictador venezolano como Fulgencio Batista azuzaron un incremento de la corrupción administrativa en beneficio personal. Todo aquello no hizo más que reforzar la base social del movimiento clandestino insurreccional e, incluso, motivó la oposición de la Iglesia, que tanto en Venezuela como en Cuba terminó por desafiar abiertamente al poder constituido. Ante las presiones de un creciente robusto frente opositor, el dictador venezolano se ve obligado a dimitir en enero de 1958, un año antes que su par de la Isla. Frente a semejantes paralelos, no resulta extraño que múltiples observadores percibieran ambos procesos de democratización como parte de una tendencia general en América Latina. Para mayor información sobre el caso venezolano, véase: Leslie Bethell (ed.), Historia de América Latina, Barcelona, Crítica, 1990, tomo 16: “Colombia, Ecuador y Venezuela”, pp. 318-325.

12Después de haber enumerado una serie de incidentes que acaecieron a comienzos del año 1958, el embajador belga en La Habana se preguntaba: “¿Podríamos decir que Cuba experimenta los mismos sucesos que se llevaron a cabo en Venezuela?”, en Carta del embajador Émile Rosier al ministro Victor Larock, La Habana, 18 de febrero de 1958, Service des Archives du Royaume de Belgique, Archivos Diplomáticos (en adelante SARB.AD), carpeta 13.284, n.° 468.

13Armando Hart, Aldabonazo: Inside the Cuban revolutionary underground, 1952-1958 New York, Pathfinder, 2004, p. 227.

14Enrique Rodríguez Loeches, Rumbo al Escambray, La Habana, 1960, p. 102.

15Robert Taber, M-26. Biography of a Revolution, New York, Lyle Stuart, 1961, p. 155.

16Julia Sweig, Inside the Cuban Revolution: Fidel Castro and the Urban Underground, Cambridge, Harvard University Press, 2002, pp. 172-173.

17Enzo Infante, “La Reunión de Altos de Monpié”, en Eduardo Torres-Cuevas, Enrique Oltuski y Héctor Rodríguez (eds.), Memorias de la Revolución, La Habana, Imagen Contemporánea, 2007, p. 335; Sweig, op. cit., p. 177.

18Entrevista del autor con Elvira Díaz Vallina, La Habana, 27 de febrero de 2019.

19Luis Corvalán Márquez, Del anticapitalismo al neoliberalismo en Chile. Izquierda, centro y derecha en la lucha entre los proyectos globales. 1950-2000, Santiago, Editorial Sudamericana, 2001, pp. 73-74.

20Raymond Scheyven, De Punta del Este à La Havane, Bruselas, La Relève, 1961, p. 11.

21El PSP era el equivalente cubano de los partidos comunistas y se caracterizaba por su fidelidad indiscutible respecto a la URSS. En la década de 1940, dos de sus miembros, Juan Marinello y Carlos Rafael Rodríguez, asumieron un cargo ministerial en la administración de Fulgencio Batista (1940-1944). Aun poco después de la huida de Batista en 1959, se publicaba en Cuba un libro muy “procastrista” sorprendentemente titulado: Batista: padre del comunismo: Vladimir Álvarez, Batista: padre del comunismo, La Habana, Impresora Daleleña, 1959.

22Enrique Oltuski, Gente del llano, La Habana, Imagen Contemporánea, 2001, pp. 44-47.

23Pedro Milos, Historia y memoria: 2 de abril de 1957, Santiago, LOM Ediciones, 2007, p. 74.

24Carta del embajador Émile Rosier al ministro Victor Larock, La Habana, 4 de marzo de 1958, en SARB.AD, carpeta 13.284, n.° 660.

25Claude Julien, La Révolution cubaine, Paris, René Julliard, 1961, pp. 42-43.

26Ramiro Sánchez termina su reflexión con un curioso comentario que refleja adecuadamente la naturaleza compleja de Revolución cubana, así como la intrincada conexión entre cristianismo y revolución: “Y el único hombre que ha logrado amar al prójimo como a ti mismo, ha sido Fidel. […] Y me considero marxista leninista. Soy militante del Partido. Y asisto a la Iglesia”, en Entrevista del autor con Ramiro Sánchez, La Habana, 23 de febrero de 2018.

27Enrique Meneses, Fidel Castro: Patria o muerte, Coruña, Ediciones del Viento, 2016, p. 58.

28Frei Betto y Fidel Castro, Fidel y la religión. Conversaciones con Frei Betto, Santiago, Pehuén, 1986, p. 116.

29Carta de Patricio Aylwin y Alberto Jerez a Fidel Castro, Santiago, 1959, en Repositorio Digital Archivo Patricio Aylwin Azócar. Disponible en www.archivopatricioaylwin.cl/bitstream/handle/123456789/7807/APA-0947.pdf?sequence=1&isAllowed=y [fecha de consulta: 8 de mayo de 2019].

30Joaquín Fermandois, “Chile y la ‘Cuestión Cubana’, 1959-1964”, en Historia, n.° 17, Santiago, 1982, p. 142.

31Mireya Baltra, Mireya Baltra: del quiosco al Ministerio del Trabajo, Santiago, LOM Ediciones, 2014, p. 38.

32“Comandante de las FF.AA. de Cuba, D. Raúl Castro, llegó ayer a Santiago”, en El Mercurio, Santiago, 19 de agosto de 1959.

33José Musalem, Mi vida entre líneas, Santiago, Cadaqués, 2012, pp. 93-94.

34No olvidemos que Raúl Castro era uno de los pocos miembros del M-26 que poseía un vínculo con el mundo del Este antes del triunfo de la Revolución. Consultado por su orientación ideológica en una de sus apariciones públicas en Chile, Raúl Castro aclaró: “No he tenido tiempo para ser comunista”, en Noticias de Última Hora, Santiago, 19 de agosto de 1959, p. 5.

35Entrevista del autor con José Musalem y Clemencia Sarquis, Santiago, 16 de octubre de 2017.

36Patricio Aylwin a Juan de Dios Carmona, Santiago, 29 de julio de 1959, Repositorio Digital Archivo Patricio Aylwin Azócar. Disponible en www.archivopatricioaylwin.cl/bitstream/handle/123456789/7789/APA-0941.pdf?sequence=1&isAllowed=y [fecha de consulta: 8 de mayo de 2019].

37“Reapertura del Instituto Chileno-Cubano de Cultura”, Santiago, 17 de noviembre de 1960, en Archivos del Ministerio de Relaciones Exteriores de Cuba (en adelante AMINREX), Fondo Chile, cajuela 1960.

38Por ejemplo, el futuro ministro Alejandro Foxley, quien compartía con sus compañeros universitarios una visión crítica hacia la política latinoamericana de la Casa Blanca, tuvo la oportunidad de visitar Cuba en 1960. Estando en Estados Unidos, “de alguna manera Fidel Castro se metió entremedio” y, al tanto de la postura desafiante de los delegados chilenos respecto de Washington, les ofreció una invitación para recorrer la “Isla de la Libertad”. Véase la entrevista de Patricia Arancibia Clavel a Alejandro Foxley, disponible en https://vimeo.com/32104797 [fecha de consulta: 19 de abril de 2019].

39Matías Hermosilla, “La cuestión cubana en ‘risas’ chilenas: El triunfo de la Revolución Cubana (1959) y la Crisis de los Misiles (1962) en la revista Topaze”, en Revista de la Red de Intercátedras de Historia de América Latina Contemporánea, vol. 4, n.° 7, Córdoba, diciembre 2017-mayo 2018, pp. 105-119.

40Oficio del embajador Emilio Edwards Bello al Ministro de Relaciones Exteriores, La Habana, 2 de septiembre de 1962, Archivo del Ministerio de Relaciones Exteriores de Chile (en adelante AMINREX), Santiago, Fondo Países, Cuba 4 - 1962, n.° 68.

41“Personalidades políticas participantes en organizaciones de defensa de la Revolución Cubana en Chile y simpatizantes no miembros”, La Habana, 7 de septiembre de 1962, en AMINREX, Fondo Chile 1962, Dirección de Política Regional I.

42“Informe para la Octava Conferencia de Cancilleres”, Dirección de Política Regional I, en AMINREX, Fondo Chile 1959.

43Pedro Martínez Pires a la Dirección de Política Regional II, Santiago, 23 de junio de 1963, en AMINREX, Fondo Chile 1963.

44Entrevista del autor a Pedro Martínez Pires, La Habana, 8 de febrero del 2019. Enrique Bernstein fue uno de los arquitectos de la apertura internacional del gobierno de Eduardo Frei Montalva y no dudaba en defender la extensión de los contactos diplomáticos con los países socialistas. En 1965, escribía: “Ya no es posible que los países se constituyan en rivales peligrosos porque sustentan sistemas políticos, económicos o sociales distintos o concepciones filosóficas, religiosas o éticas que no son coincidentes. Nadie aspira a la uniformidad universal en los diversos aspectos de la organización social o cultural”, en Enrique Bernstein, “Política internacional de Chile”, en Política y Espíritu, n.° 288, Santiago, enero-febrero 1965, pp. 6-7.

45Informe del encargado de negocios Roberto Lassale al ministro Raúl Roa, Santiago, 29 de marzo de 1962, en AMINREX, Fondo Chile 1962.

46Correo electrónico de Jorge Lavandero dirigido al autor, 10 de agosto de 2018. No fue poca la sorpresa cuando, durante una entrevista el 2018 con un destacado miembro del críptico Departamento América perteneciente al Partido Comunista de Cuba, este último se refirió elogiosamente a Jorge Lavandero, con quien estuvo involucrado en actividades clandestinas durante los años de la dictadura de Augusto Pinochet. Tony López fue el cubano encargado de “atender a los chilenos en Europa” después del golpe de Estado en 1973. Entrevista del autor con Manuel Graña, Tony López y Héctor Terry, La Habana, 16 de marzo de 2018.

47Se trata de Noticias de Última Hora, un periódico ligado al socialismo chileno.

48Edgardo Arnal Morey a Miguel Angel Duque de Estrada, Santiago, 10 de abril de 1960, en AMINREX, Fondo Chile 1960.

49Jefe de la Sección C al Jefe del Departamento, La Habana, 11 de noviembre de 1959, en AMINREX, Fondo Chile, cajuela 1959.

50Jefe de la Sección C al Jefe del Departamento, La Habana, 11 de noviembre de 1959…, op. cit.

51Entrevista del autor a Pedro Martínez Pires, La Habana, 8 de febrero de 2019.

52Las Escuelas de Instrucción Revolucionarias (EIR) son los centros de enseñanza que se encargaron desde 1961 de impartir cursos de formación ideológica basados en los principios marxistas y en la reivindicación del modelo de socialismo soviético. En su seno, se desarrolló una corriente calificada en Cuba como “sectarismo”, con la cual las autoridades cubanas tuvieron más de un conflicto en la década de 1960. Para obtener mayor información sobre las EIR, recomendamos el libro clásico de Richard Fagen, The Transformation of Political Culture in Cuba, Stanford, Stanford University Press, 1969.

53Matilde Ladrón de Guevara a Haydée Santamaría, Santiago, 27 de noviembre de 1960, en AMINREX, Fondo Chile 1960.

54Matilde Ladrón de Guevara, Adiós al cañaveral: Diario de una mujer en Cuba, Buenos Aires, Goyanarte, 1962, pp. 13-14 y 182-183. Efectivamente, José Díaz del Real tuvo que abandonar la Embajada de Chile, aunque según las informaciones obtenidas en los archivos del Minrex, la causa de su expulsión parece estar más relacionada con el tráfico de whisky y de drogas que a su querella con la escritora chilena. Así al menos lo aseveran dos detectives que se hicieron cargo de su caso. Además de estas graves acusaciones, el diplomático se habría hecho pasar “en más de una ocasión como Comandante del Ejército Rebelde”: Roberto de Jengh y Juan Más Luna al ministro Carlos Olivares, La Habana, 5 de abril de 1961, en AMINREX, Fondo Chile 1961.

55Prensa Latina, “Informe político de Chile”, septiembre de 1965, en AMINREX, Fondo Chile 1965.

56“Apuntes sobre la entrevista sostenida por el compañero Fermín Rodríguez con el compañero Walterio Fierro”, La Habana, 15 de noviembre de 1965, en AMINREX, Fondo Chile 1965.

57Fue en 1964, durante una reunión de cancilleres latinoamericanos, en que todos los países del continente a excepción de México optaron por cortar definitivamente todo tipo de lazos con La Habana, generando las últimas rupturas diplomáticas, entre ellas la de Chile.

58Ricardo Yocelevzky, “La Democracia Cristiana chilena. Trayectoria de un proyecto”, en Revista Mexicana de Sociología, vol. 47, n.° 2, México DF, abril-junio 1985, p. 304.

59No olvidemos que el gobierno de Eduardo Frei M. condenó en duros términos la intervención estadounidense en República Dominicana en 1965, cuando sus fuerzas desembarcaron en Santo Domingo ante el temor del surgimiento de una “segunda Cuba” en el Caribe. La posición de Chile, de la mano del ministro de Relaciones Exteriores Gabriel Valdés, fue, incluso, más dura de la de muchas otras naciones latinoamericanas, en Sebastián Hurtado, The Gathering Storm: The United States, Eduardo Frei's Revolution in Liberty and the Polarization of Chilean Politics, 1964-1970, tesis de doctorado en Historia, Ohio, Ohio University, 2016, pp. 98-100.

60Sobre los importantes vínculos entre la administración de Juan Velasco Alvarado y la de Fidel Castro, así como sobre sus afinidades ideológicas más allá del marxismo, véase el artículo de Rafael Pedemonte, “Roots and Reassessment of the Cuban ‘guerrilla ethos’: From the Armed Imperative to the End of Foquismo”, in Contemporanea XIXth and XXth Century History Review, vol. 23, issue 1, Bologna, 2020, pp. 53-77.

61“Manifestaciones sobre Cuba de la Democracia Cristiana”, La Habana, 11 de enero de 1965, en AMINREX, Fondo Chile 1965.

62Hurtado, op. cit., p. 83.

63Fidel Castro, “Discurso pronunciado por el Comandante Fidel Castro Ruz en la conmemoracion del IX aniversario del Asalto al Palacio Presidencial”, 13 de marzo de 1966. Disponible en www.cuba.cu/gobierno/discursos/1966/esp/f130366e.html [fecha de consulta: 2 de mayo de 2019].

64El 20 de marzo de 1966, el diario Granma publicaba en portada la integralidad de esta “Respuesta de Fidel a Frei”, con un visible subtítulo en mayúsculas: “la experiencia de chile servirá para justificar más ante los revolucionarios del continente el camino de cuba”. Esto constituye una prueba elocuente de la importancia que estaba adquiriendo para los cubanos la confrontación entre los proyectos transformadores de Fidel Castro y de Eduardo Frei Montalva. Era necesario deslegitimar el carácter “revolucionario” de la administración democratacristiana para preservar así el estatus modélico de la “Isla de la Libertad” y evitar que simpatizantes menos radicales se sintiesen atraídos por la experiencia chilena.

65Fidel Castro, Respuesta de Castro a Frei, La Habana, 1966.

66Granma: résumé hebdomadaire, La Habana, 31 de julio de 1966, p. 11.

67Por ejemplo, “Marcha de los mineros chilenos”, en Granma, La Habana, 22 de febrero de 1966, p. 12; “Chile: ordenan medidas militares contra demostraciones populares”, en Granma, La Habana, 13 de marzo de 1966, portada. “No quiere Frei libertad a los líderes mineros”, en Granma, La Habana, 22 de marzo de 1966, p. 12; “Actúan en Chile alemanes nazis”, en Granma, La Habana, 24 de marzo de 1966, p. 11.

68Por ejemplo, “Posible expulsen del PDC a otro diputado chileno”, en Granma, La Habana, 19 de marzo de 1966, p. 12. El aludido era Alberto Jerez, quien finalmente no fue expulsado del PDC.

69Eduardo Gispert, “Dos concepciones, un continente”, en El Caimán Barbudo, La Habana, marzo de 1967, p. 5.

70A fines de 1968, la postura de Cuba respecto al Chile de Eduardo Frei M. cambió en medio de un contexto internacional marcado por el fracaso de las experiencias guerrilleras azuzadas por La Habana y la necesidad de normalizar las relaciones con la URSS. En este nuevo escenario, las autoridades democratacristianas iniciaron en 1968 una serie de tratativas con los dirigentes de la Isla para retomar los intercambios comerciales, gestiones que fueron coronadas a inicios de 1970 mediante un acuerdo comercial. De esta manera, el Chile de Eduardo Frei M. contribuía a la paulatina inserción de La Habana en las relaciones interamericanas. Para obtener mayor información sobre esta distensión chileno-cubana, posterior al periodo que nos interesa en este artículo, véase Rafael Pedemonte, “Desafiando la bipolaridad: la independencia diplomática del gobierno democratacristiano en Chile y su acercamiento con el ‘mundo socialista’ (1964-1970)”, en Estudos Ibero-Americanos, vol. 44, n.° 1, Porto Alegre, 2018, pp. 186-199.

71“OLAS. Sector político social: Chile”, en AMINREX, Fondo Chile - OLAS Chile.

72Ibid.

73Fidel Castro, “Discurso pronunciado por el Comandante Fidel Castro Ruz en la conmemoración del IX aniversario del Asalto al Palacio Presidencial”, 13 de marzo de 1966. Disponible en www.cuba.cu/gobierno/discursos/1966/esp/f130366e.html [fecha de consulta: 2 de mayo de 2019]-

74Citado en José Díaz Nieva y Mario Valdés Urrutia, “Chile: la tentación marxista de la Democracia Cristiana”, en Fuego y Raya, n.° 8, Córdoba, 2014, p. 136.

75Alejandro Cabrera Ferrada, “Expulsión para dos rebeldes”, en Ercilla, Santiago, 2 de marzo de 1966, pp. 7-8.

76“A los camaradas miembros del Consejo Nacional del Partido Demócrata Cristiano”, Santiago, 10 de marzo de 1966, en Repositorio Digital Archivo Patricio Aylwin Azócar. Disponible en www.archivopatricioaylwin.cl/bitstream/handle/123456789/5993/APA-0191.pdf?sequence=1&isAllowed=y [fecha de consulta: 6 de mayo de 2019].

77Radomiro Tomic a Patricio Aylwin, presidente del PDC, Washington, 9 de marzo de 1966, en Repositorio Digital Archivo Patricio Aylwin Azócar. Disponible en www.archivopatricioaylwin.cl/bitstream/handle/123456789/5870/APA-1010.pdf?sequence=1&isAllowed=y [fecha de consulta: 6 de mayo de 2019].

78Yocelevzky, op. cit., p. 301.

79Sobre este dilema fundamental, recomendamos el artículo de Fernández, op. cit., pp. 735-753.

80La noción de “hombre nuevo”, interpretada según los revolucionarios cubanos, alcanzó su expresión más acabada en un ensayo de Ernesto Guevara publicado en 1965, en Ernesto Guevara, “El socialismo y el hombre en Cuba”, en Ernesto Guevara, El socialismo y el hombre en Cuba, New York, Pathfinder, 1992, pp. 51-71.

81“Conferencia del diputado Demócrata Cristiano Sr. Patricio Hurtado, el día 25 de julio de 1962, en el aula magna de la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile, sobre su reciente viaje a la República de Cuba”, en AMINREX, Fondo Chile 1962.

82Ibid. Es interesante constatar que el poeta Luis Oyarzún había sido propuesto por parte de las autoridades del Instituto Chileno-Cubano de Cultura para integrar el premio literario Casa de las Américas. Ante este afán por escoger personalidades sin afiliación política de izquierda, inculcando así una imagen de apertura de la Revolución cubana, Oyarzún parecía representar un perfil adecuado: “Políticamente es moderado, democratacristiano. Ha viajado por los países socialistas”: Enrique Bello a Haydée Santamaría, Santiago, 20 de diciembre de 1963, en AMINREX, Fondo Chile 1963.

83Patricio Hurtado a Pedro Martínez Pires, Santiago, 27 de diciembre de 1963, en AMINREX, Fondo Chile 1963.

84“Cisma en el partido gobernante de Chile”, en Granma, La Habana, 20 de marzo de 1966, p. 12.

85“Patricio Hurtado: Chile”, en AMINREX, Fondo Chile 1968.

86Patricio Hurtado, Felonía en Libertad, Santiago, 1967. No ha sido fácil rastrear este documento. Si bien figura en el catálogo de la Biblioteca Nacional de Chile, el volumen se halla perdido. Pudimos encontrar una copia en el International Institute of Social History (IISH), de Amsterdam.

87La necesidad de superar un sistema político basado en el orden burgués, incubadora de los grandes males aludidos por Patricio Hurtado, constituía una piedra angular del discurso de las autoridades cubanas. Cuando Fidel Castro visitó el Chile de Salvador Allende a fines de 1971, no obvió recordar los riesgos de mantener un orden basado en intereses anacrónicos: “Durante 50 años conocimos muchas de esas libertades burguesas, capitalistas; y conocimos sus instituciones demasiado bien. Y no es que digamos que no sean buenas. También en su época fue buena la democracia griega. También en su época significó un extraordinario adelanto de la sociedad humana la república romana, con sus millones de esclavos, sus circos de gladiadores y sus cristianos devorados por leones. También el medioevo se consideró un avance sobre la esclavitud primitiva, a pesar de la servidumbre feudal”, en Fidel Castro, “Acto de despedida que le brindó el pueblo de Chile en el Estadio Nacional”, Cuba-Chile, La Habana, Ediciones Políticas, Comisión de Orientación Revolucionaria del Comité Central del Partido Comunista de Cuba, 1972, p. 474.

88Hal Brands, Latin America's Cold War, Cambridge, Harvard University Press, 2010, p. 255.

89Pamela Crossley, What is Global History?, Cambridge, Polity, 2008, pp. 9 y 105.

Received: May 2019; Accepted: December 2019

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